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El destino de un narrador supone una aventura que transcurre sólo en la imaginación. Tal vez por eso pueda describir cuanto lo rodea, tomar de lo anecdótico la sombra de lo que en ello se trama y, simplemente, repetir un cúmulo de temas apelando al virtuosismo de la variación que su talento le depara. Pero es obvio que en cada una de estas orientaciones hay una única obsesión: olvidar quién es, pues ser él mismo supone el más aplastante aburrimiento. A esa serie de narradores pertenece Carlos Schilling, para quien el repertorio de decepciones biográficas —ciertas a veces, impostadas si lo conocemos— no tiene otro fin más que convertirse en el ritmo con el cual se extrañan los restos de la propia vida para buscar así los ecos que emiten otras. Por supuesto que aquello que llamamos ritmo no es lo que resuena en la frase de su prosa —sería estúpido no suponer que años de trabajo periodístico, tragedia si las hay, no ordenaron en él la agilidad de entrelazar palabras y cosas prescindiendo de tal artificio para escapar al peligro de escribir bien—. En Schilling ritmo es aquello que va de la poesía a lo novelesco como síntoma latente de su fatalidad: el mundo se sostiene gracias a nuestro deseo, no a las correspondencias objetivas de sus palabras. A la manera del renacentista Spenser, o por qué no del moderno Larkin —sí, la distancia es tal que hasta resulta ridícula, no por convocarla sino por detectarla—, lo que cuenta en Schilling es la fantasía, ese disfraz de la mente con el cual maquillar lo grotesco de nuestras afecciones sentimentales.
La aparición de Ettie Yapp es eso, una fantasía, no la que supone el sexo opuesto al ser la chica deseada y disputada por los simbolistas, la novia del amigo de Mallarmé, quien la transformó en fantasma de un poema y algunas meditaciones. En este caso se trata de una fantasía más ambiciosa, un travestismo a lo Virginia Woolf, quien no dudaría en ser la totalidad de una época en los detalles que la vuelven tal y, a la vez, el dolor de la distancia que la hace distracción enloquecida. Quien narra todo esto cumple años en una ciudad de la ignominia, se ha quedado pelado, se ve en una torta redonda como su cara, suma kilos ganados por el desgano y, abatido por lo hecho, fuga rumbo al siglo XIX en alas de su bovarismo, de Córdoba a París, tras lo trillado de la imposibilidad misma: “La distancia entre uno y otro momento se llama Ettie Yapp. No la conocía en 1998, pero ahora la conozco todo lo bien que el espíritu de una época puede conocer a sus contemporáneos. Se me apareció en las notas finales de una edición deficiente de las poesías de Mallarmé y ya no pude olvidarla”.
Si olvidar es la única forma de dar continuidad a lo narrado, fantasear es hacer de dicha continuidad un mundo. Cartas, poemas, lugares y hechos adquieren en la prosa de Schilling la tesitura de lo anacrónico, el matiz de lo indiferente y también la crueldad de una inteligencia que transforma bufonería en elegancia, inteligencia en distinción, al querer demostrar que “identificarse con personajes de poemas, novelas u obras de teatro está lejos de ser una extravagancia en la época, al contrario, es tan normal que la mayoría de las personas sienten que la vida cotidiana no se soporta si no la miran a través de un libro”. Que Mallarmé supiera que todo concluye en ese libro, que la misma Ettie Yapp intuyera algo de eso y se volviera hermosa, distante y caprichosa, o que Schilling lo traiga todo de nuevo al presente como una ráfaga que pasa por delante es ya cosa del pasado. ¿No es eso la literatura? ¿Restos de quienes fuimos cuando encendíamos furor y entusiasmo en alguien? ¿Un prodigio inútil de la invención que dura lo que tarda ese libro llegado al final y dejándonos solos con quienes fuimos y somos?
Carlos Schilling, La aparición de Ettie Yapp. Una fantasía, Vaca Muerta, 2023, 130 págs.
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