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Hay una obra temprana de Fogwill, producida a fines de los setenta y principios de los ochenta, cuyos mejores exponentes son cuatro libros de cuentos y Los pichiciegos; además, escribió dos libros de poemas y otras novelas, entre ellas La buena nueva de los Libros del Caminante, que fue publicada por primera vez en 1990 en Planeta, en la colección Biblioteca del Sur, dirigida por Juan Forn.
En el prólogo, Fogwill se refiere borgeanamente a Pérez Largo, muerto “accidentalmente en San Pablo” en 1982, autor de los “Libros del Caminante” (una primera entrega que habría pasado inadvertida para la crítica, excepto por una reseña de César Aira), y explica el plan de la obra, cuya edición y versión definitiva pertenecerían al propio Fogwill y son esta nueva entrega. Se discute desde ahí la propiedad de un texto, un poco a la manera en que la novelística local lo discutía en los setenta y en los ochenta, cuando el estructuralismo y el posestructuralismo empezaban a importarse en la Argentina. La literatura se adelantaba con herramientas teóricas: Ricardo Piglia operaba de un modo parecido; en Nombre falso y en Respiración artificial también hay textos en busca de un autor.
Lo mejor de La buena nueva… son los cuentos; sembrados entre algunas viñetas aparecen insertados en la novela, a veces ocupan un capítulo, a veces más. En uno se narra un accidente en una explotación minera, en otro, la aparición de una virgen, en otro, una fiesta de cumpleaños y una seducción, en otro, tal vez el mejor, un viaje en tren por la campiña inglesa. En esos cuentos aparece el mejor Fogwill, el que hace acordar a “Muchacha punk” o a “Sobre el arte de la novela”, relatos de la misma época en los que interpela las costumbres y los miedos de la clase media y los lugares comunes de su progresismo, con una mirada, un tono y una lengua difíciles de encontrar en la literatura argentina. Con esos elementos construyó una obra que pudo eludir, en sus palabras, todos los consensos, y así alumbrar algún tipo de verdad. Aparecen, en La buena nueva…, la destreza en la descripción, la concepción espacial de las escenas, los efectos de realidad, tan fogwillianos, peculiares, que han llevado a muchos críticos a preguntarse por el carácter realista de su obra.
Viñetas, cuentos, pero ¿qué es, entonces, una novela? Se lo preguntaba el narrador de La buena nueva… en la década del ochenta, cuando Fogwill, que sabía que ya estaba entre los mejores cuentistas argentinos, en una literatura nacional dominada por cuentistas, empezaba a intentar novelas, buscando procedimientos en la sociología o en la teoría literaria. La pregunta sigue teniendo sentido. La novela, esa forma de la literatura, reflexiona este texto dedicado al arte de la marcha, es, o debería ser, justamente una marcha a través de la superficie de la lengua “sin caer en el abismo opaco de los significados, sin trepar a los vaporettos luminosos que prometen el confort de las escuelas, los métodos, el despótico dictamen de las musas de turno y las esperanzas del público extraviado en las tribunas de ese gran circo incandescente de las letras”.
Esta edición de La buena nueva… es un rescate para leer y releer a un gran autor, un rescate necesario, porque sospechamos que los grandes autores se deben leer completos.
Fogwill, La buena nueva de los Libros del Caminante, Alfaguara, 2013, 296 págs.
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