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Un tropel de personajes aspirados por torbellinos de peripecias cruzadas se confabula en La dictadura ilustrada y otros cuentos, un libro tan inquieto como su autor, el escritor, guionista de historietas y melómano jazzístico Carlos Sampayo (Carmen de Patagones, 1943). El responsable de Alack Sinner y Memorias de un ladrón de discos acude justamente a la narración despreocupada de los pulps y las viñetas y a la prosa de ritmo acelerado para desplegar un gran fresco de criaturas al borde de la fantasía y la estampa retro: boxeadores, mecánicos, espías, fotógrafos, barones, alemanas, taxistas, suicidas, comisarios y artistas componen la mezcla frondosa y descabellada.
Así como una operación secreta de mediados de siglo XX activaba los engranajes de la novela El año que se escapó el león (2000), La dictadura ilustrada sugiere un complot colectivo en el cuento que le da nombre, uno de los tantos enigmas pícaros y picarescos de un libro que también hace de la primera mitad del siglo pasado un imaginario rocambolesco: guerras, vanguardias, revoluciones y elegantes aparatos de una extinguida era industrial delinean con su temporalidad difusa una Historia más singular, melancólica y divertida que la verdadera sin que se desmerezca lo atroz, lo aberrante o lo criminalmente absurdo, como sucede en las obras de J.R. Wilcock o Kurt Vonnegut.
En “La dictadura ilustrada”, el desorientado comisario Silvio Otto Torroba padece en la pequeña y plácida ciudad de Coronel Otaegui la afrenta ubicua del grupo Los Treinta y Tres, que divulga mensajes públicos de una ideología burlona, contradictoria e inescrutable. En “Mack C-40”, un profesor de historia y geografía celoso de su esposa podóloga evoca el entrañable y ya oxidado ómnibus de su padre, del que hereda un paquete de contenido incierto que seguirá haciendo de las suyas en relatos posteriores. En “El huésped Neuenthurm” otra máquina motorizada, en este caso el impecable e indestructible Duesenberg 1932 de un noble alemán exiliado, se transforma en una presencia ominosa en el taller de Enrique Meccánica después de que una mujer rubia, bella y exuberante lo abandone sin desperfecto alguno y por tiempo indeterminado. Un destello sobrenatural que encandila a Meccánica en el portón de su local se aborda con mayor precisión en el decadente y germano “La luz cegadora”, así como la cámara fotográfica que registra la muerte en el ring de Ramón Aparicio a manos de Vladimir Pinto en “Ramón Aparicio, malo” pasa del boxeador-fotógrafo Felpas a un periodista en el taxi de Adolfo Loiácono en “En un taxi” y a un espía de vidrieras requerido por una rara organización y devenido fantasma en “El dedo gordo”.
Los objetos de aura mágica y las entidades secretas en las sombras movilizan un poco a lo Pynchon a los convulsionados y aventureros seres de La dictadura ilustrada y otros cuentos, que encuentra su carácter porteño y metacostumbrista en ese taller de autos que hace de sede aceitada de los trece relatos. Ese espacio es también el laboratorio incansable de Sampayo, artífice, arreglador y montajista de piezas de un pasado herrumbrado pero corpulento, tan fugaz como imperecedero.
Carlos Sampayo, La dictadura ilustrada y otros cuentos, Mil Botellas, 2016, 136 págs.
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