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Abelardo Castillo rozaba los veinte años cuando una epifanía, perspicaz y dolorosa, le tajeó el convencimiento: su destino de escritor estaría surcado por los rectos caminos de la prosa. “O para decirlo con mayor sinceridad —sostuvo en alguna entrevista—, descubrí que no era el poeta que quería ser”. Con la publicación de La fiesta secreta acudimos, por fin, al encuentro privado del autor de Crónica de un iniciado con la poesía, su palabra más preciada. Recordemos que, si bien Castillo escribió poemas durante toda su vida, se ocupó, con celo, de resguardarlos de la mirada pública.
En el agudo Ser escritor, Castillo afirma que, a su manera, todo lector es un crítico. Quizá por esto se entienda que —personal como resulta este libro póstumo— haya mantenido su poesía bajo un ocultamiento selectivo: a lo largo de su vida sólo unos pocos, poquísimos allegados, tuvieron acceso a un puñado de estos poemas. Y por esta razón, henchida de valor sentimental, de valor privado pero compartido, es que la escritora Sylvia Iparraguirre, pareja de Castillo durante más de treinta años, ha confesado su dificultad para “soltarlo”, como si soltara, junto con el libro, el último lazo literario que, exclusivamente, los vinculara.
Protegido de la luz pública, este amor por la poesía tuvo un temprano inicio y una extensa duración: se extinguió, podría decirse, junto con la vida de Castillo. La disposición cronológica de los poemas de La fiesta secreta cobra así un peculiar interés: configura una trayectoria del tiempo y del deseo, nos indica en qué época de su vida nuestro retraído poeta se sentía más próximo a tal o cual forma; y en qué momento de su existencia su sensibilidad se hermanaba con tal o cual artista.
El soneto rubendariano “El péndulo” —su primer poema, fechado en 1952, cuando Castillo tenía diecisiete años—, inscribe el interés por la forma y el vínculo con Edgar Allan Poe como marca de origen de una poética arraigada en los grandes tópicos existenciales. A su vez, ciertos hechos biográficos atraviesan el libro por la trascendencia que alcanzan en la vida del autor: el vínculo con Iparraguirre (“Sylvia”, “Cuando cae la noche”) y su relación con el alcohol (“Días con huella”) se transfiguran en hechos poéticos en la medida en que para Castillo la poesía es, en cierta medida, y como sostiene Gabriela Franco en el prólogo, un modo de indagación, de aventurarse, de abismarse; de iluminar, en suma, con el lente del lenguaje poético, una experiencia que escapa de los alcances de la palabra ordinaria.
A pesar de este acto profundamente íntimo que supone la poesía, sobre el ánimo privado del autor se dibujan grietas que permean el ingreso de la coyuntura histórica. La sensibilidad y el lenguaje poético no habitan un mundo platónico; por el contrario, son perforados por los sucesos que, a su manera, marcan la lengua del poeta. Que marcan, incluso, el contenido. Los tentáculos imperialistas de Estados Unidos sobre Nicaragua y Cuba, por ejemplo, imprimen con “Bahía de Cochinos” y “Reuter” sus huellas en el libro.
Si, en efecto, La fiesta secreta puede leerse como un engranaje más en la obra de Castillo, en conexión con su narrativa y sus recientes diarios, se debe a que las obsesiones que lo asaltaron de joven lo maniataron de por vida. El tiempo, el alcohol, la muerte, la literatura, la fragilidad de la razón, la locura, el amor, reinciden en su poesía porque reinciden, para decirlo con Valéry, en su espíritu. En el borgeano “Las palabras”, escribe: “Yo no estoy muy seguro de ser cierto. / Invento historias como quien dibuja / la cara que tendrá después de muerto”.
Conociendo el pensamiento de Castillo, se intuye que este libro debiera leerse como una autobiografía, una autobiografía desinteresada de fechas, números, rigurosidades. Una autobiografía conjurada al calor del corazón de un ser hecho de intensa vida literaria. Quien toca este libro, escribió Poe, toca un hombre.
Abelardo Castillo, La fiesta secreta, Ediciones En Danza, 2022, 138 págs.
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