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La continuidad de los árboles a los lados de caminos rurales, el corazón del llano y los camiones que recorren rutas argentinas rodeadas de campos amarillos son algunos de los temas de La gran meseta. Martín Armada ensaya una forma peculiar del yo en pleno movimiento. Qué es una meseta sino una sucesión de puntos anudados en el espacio repitiéndose al infinito. Del mismo modo en que se repiten escenarios en el paisaje, se repiten modos de la lengua y modos de la palabra para situarnos en un territorio desolado como el de nuestras pampas: “Arriba, en los edificios / silba lo que persigue a mi raza, / un ídolo de piedra / sobre el que la tarde baja. / Aguantá la lluvia, dice / aguantá el sol, dice / aguantá el viento”. Desde una perspectiva así, la historia de una vida puede resumirse en estos términos: “Lo que conozco es lo que se repite, / por ejemplo: / familias que viajan en camiones de mudanza / convencidas de que la madera y el plástico / son esenciales para los vivos”. Los surcos de la tierra, montes agrietados y vehículos abandonados junto al resplandor de los silos al sol articulan una panorámica como de otra época, de un tiempo anterior en el que los proyectos que tuvimos para el futuro quedaron truncos.
Desfilan los animales del llano parecidos a nosotros, sin rumbo, desorientados, cargando con una frustración que nos preexiste: “El pan de jabón emblanquece la verdad / cuerpo en agua potable lavado / sos un animal nervioso y milenario, / estás limpio para seguir entre otros, / ahora que la espuma se fue, / como se va la furia / que te recorre entero”. Si la repetición de los ciclos del universo es nuestro destino común —en el que las historias individuales se disuelven y terminamos como seres anónimos arrojados al olvido—, ¿cómo recuperar nuestra singularidad y nuestro horizonte existencial? Dice Armada: “Una parte de lo que desperdicié está acá, / la otra se seca en lo alto de una montaña / donde ningún ciclo empieza de nuevo. /El silencio es el cuero / que separa lo que es mío / de lo que nunca va a ser mío, / sencillo, claro es el silencio, / las hojas no se mueven, / no pasan autos”. El futuro sólo puede empezar sin ruidos, más allá de la tristeza personal y de la tristeza que acompaña nuestro mundo; este poemario puede ser una crónica de la vida privada en el medio de la intemperie de una generación que sólo puede narrarse en retrospectiva. Quién sabe si ciertas referencias de Armada al general Lucio V. Mansilla no nos persuadirían de que la trama inconclusa del origen de nuestra historia colectiva encuentra su resonancia en la biografía irresuelta de cada uno de nosotros en el presente.
Leyendo estos poemas, bien podríamos preguntarnos cómo habitar el vacío con sus silencios. Hablamos desde el desconcierto de carecer de un rumbo consecuente con nuestras decisiones más significativas y de la ausencia como un hecho diario que regresa una y otra vez. También hablamos de formas de vida minúsculas que buscan sobrevivir a la defensiva con la esperanza de encontrar al final de los tiempos un resguardo frente al desamparo. No sé si hay un método para construir sentidos. El texto no propone eso; considerémoslo mejor como una narración sobre la imposibilidad de decir y de comunicar, una travesía que encuentra en el lenguaje y la palabra un nudo que no se puede desatar completamente y aun así necesita ser registrada: “Compré unos platos en la feria, / armé una casa, / la lavé para que sólo tenga mi olor, / la até a mí para extinguirla, / y gané el derecho de llevarme / por monedas lo que alguna vez / fue importante. / Que no quede nada, / me dicen las cosas cuando las encuentro, / esa es tu tarea”. En fin, este sería nuestro territorio personal, un mundo peculiar, cerrado, incomprensible para quien es ajeno, adonde van a parar los sentimientos y los pensamientos más íntimos y que, sin embargo, crece hasta volverse inabarcable como una gran llanura.
Martín Armada, La gran meseta, Caleta Olivia, 2018, 60 págs.
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