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Michel Butor afirma que “los personajes imaginarios llenan los huecos de la realidad y nos iluminan acerca de esta”. Tal parece ser la fe que asume La lengua de la llanura al lanzarse en su busca de una faz del propio idioma que permita tender puentes hacia un pasado mítico: el de los primeros pobladores de nuestro suelo y su visión de lo habitado.
Ante todo, el poema es siempre imaginación, y en ese aspecto es donde se enciende una y otra vez la mecha que ilumina la oscuridad de un tiempo sin testimonio. Partiendo de una breve cita anecdótica del jesuita Nicolás Moscardi (1625-1674), el verso y la prosa poética sueltan sus bridas y se animan a palpar las nocturnidades de la lengua literaria “entre las luces últimas” donde “sucede una historia / que es como un líquido / corriendo / al medio del pecho”.
Bajo ese pulso, la voz se articulará en clave de médium a través de la invocación de distintas tonalidades, incluso impersonales, que recrearán la primera vez del idioma. La imaginación, como tal, supondrá un más allá consciente de ser la proyección de un más acá; y la imagen borrará su fuente y a la vez la realizará desplegándose, ya sea en el viaje desde el mito hacia el presente como en su plano contrario, el del ahora que anhela conocer el antes de su historia.
“Una mujer sonríe, acaricia con dedos finos el cabello, la piel de un hombre que descansa, aligerado, en la tierra, cerca de una fuerza, no muy lejos del mar”, se dice en “Pasiones”, y los tiempos se reflejan y se equivalen, como si siempre fuera la inauguración de ese espacio que la palabra clausura y abre en el mismo gesto. Porque, en definitiva, ¿para qué soñar un mito sino es para hacer vibrar el presente?
Leamos: “Las palabras en ocasiones congelan el movimiento y, sin embargo, también pueden bailar. ¿Dónde las vi bailar? Leí un poema de Alda Merini donde las palabras bailaban, pero las que más vi bailar ¿dónde fue? Ah, sí, una vez en el puerto de Quequén donde Marcos levantaba los brazos, escapaba hacia el mar y su cuerpo era plumaje blanco en medio del cielo”. ¿Existe una verdadera distancia entre este contacto piel a piel con la lengua y el de aquellos que tantearon primordialmente con sus palabras este mundo? ¿No son las caras de un mismo prisma que el poema penetra y reúne?
Por otro lado, la ficción no sólo abarca las posibilidades de lo que hubo de ser. Sus efectos también instalan el poema por encima del ayer y del hoy, a la vez que implican la irradiación metafórica de lo imaginado; el reflejo mutuo del presente y el pasado se extiende hacia los sujetos que habitan la lengua, sea propia, ajena, inicial, última o soñada.
Así, lo que los pueblos expandidos por la llanura pampeana pudieran representar es trasladado a su descendencia vigente, tantas veces oculta bajo los nombres, las relaciones y los objetos, y el poema les encauza la voz: “Las cenizas del cielo, / no dejan de absorber / presencias reales // y alguien escribe / con pluma quemada / una nueva era / que desconocemos” (“Los ojos de los pobres”). Correrse del eje temporal, entonces, da lugar a la aparición de un mensaje que arriba desde el fondo de las generaciones y enriquece la anatomía actual de la lengua, gracias a la invención de una era que no ha sido —que nunca más será— pero que, a partir de su enunciación, es.
Carlos Battilana, La lengua de la llanura, Caleta Olivia, 2021, 96 págs.
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