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Un hermano cachivache, adicto a la cocaína, la noche y el reviente, es en cierto sentido un agujero en la vida, una herida; también, el vórtice de un tornado de aventuras, o desventuras: gran tractor narrativo al fin. Y acaso una escuela de formación ética: cómo acompaño, cuánto, cuánto nos entregamos a y por quienes queremos, cómo seguir queriendo al sujeto-agujero; qué hacer con la desazón y el dolor. Escribir, escribir y escribir. La realidad lleva a escribir y la escritura lleva a inventar: tal parece ser central divisa del autor, que ya en los cuentos de Biografía y ficción contaba la muerte del padre tres veces, tres muertes distintas. Acá también juega pícaro con el género de “literatura del yo”, del que participa torciéndolo: desde las rondas por comisarías del sur del conurbano buscando al hermano, o confundirlo con un cartonero en el furgón, hasta un viaje del narrador al sur, a buscarlo en plantaciones de cerezas y encontrarlo laburando en una mina andina, metido bajo la tierra el Huergo agujero. El autor cuenta que esa historia rutera la contó en otro libro y le preguntaban si era cierto, y capaz que no pero la sigue contando y, mientras lo cuenta, claro, ¿cómo que no?, es cierto de toda certidumbre: allí está, sentado junto al hermano mugriento de la mina en un peñasco sobre un precipicio, poniendo el cuerpo al cariño fraterno, casi sin palabras, él tampoco las tenía, ¿qué decirle a quien busca el desbarranco sin parar, poseso por un demonio tanático? Nada: queda también a-dicto, sin palabras, pero como diciendo: “acá estamos, hermano Huergo”.
“Hermano Huergo”, llaman al adicto en recuperación en la granja donde se interna y vive tres años, en lo que constituye la segunda mitad de esta novela —martinfierrista a su modo—. Allí, el adicto en recuperación pierde las palabras que sí tenía: ese orgulloso caudal de anécdotas propio de todo pirata. “Las historias eran su único capital”. Pero son lastre que debe soltar, y en las visitas que le hacen Damián y su familia, no se puede hablar de casi nada; el mundo exterior está negado. Mientras el cuerpo se desacostumbra a la vitalidad del demonio, el hermano Huergo conquista una palabra nueva: perdón, disculpame, te hice mal.
Quizá sea durante la admirable recuperación —en medio de un mundo que da la razón al demonio diariamente— cuando Damián comenzará a poder él decir, agarrar los mil ecos del demonio impregnados en su propio cuerpo y decirles: ahora tiro yo, ahora nombro yo, ahora cuento yo. Y cuenta también que durante los largos años de incendios, él fue haciéndose escritor. Como si tuviera una huerta en el fondo de su alma, que supo no dejar de cuidar y de la que crecieron ramas por las que se armó un camino que el mundo no le tenía precisamente garantizado. Su hermano giraba, chocaba, y él desde su casa en Longchamps iba a estudiar primero en la Universidad de La Plata, después en la Universidad de Buenos Aires, y desde allí se va abriendo un mundo; puede leerse La ley primera como una novela sobre la relevancia de la universidad pública en la movilidad social, en la elaboración autónoma del propio destino. También como una modulación del giro autobiográfico, ya que aquí es una “literatura del él” más que del yo. Él, el hermano adicto, no tiene voz en la novela, es una novela sobre él: hasta que se comienza a curar. Allí es un sujeto, allí dice, allí es alguien, que, incluso, al final, en un final rotundamente conmovedor, es el que cuida, el que, activa y delicadamente, ama.
Damián Huergo, La ley primera, Tusquets, 2022, 152 págs.
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