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En La liga harapienta, primera novela de Sebastián Menegaz, se afirma que “un caudillo no les dice a sus hombres qué es lo que quieren, les dice por qué lo quieren”. Ese saber, aprendido con el gauchaje —y no suprimiéndolo—, es el que llevó a Arturo Jauretche a definir al caudillo como “el sindicato del gaucho”. Por el contrario, para Sarmiento, “los caudillos [fueron] monstruos inexplicables pero reales”. Por una y otra razón, escribió las biografías de Aldao, Quiroga y el Chacho, cuyo asesinato, si no ordenó, celebró.
Pero ni aun muertos los caudillos se van fácil de este mundo. Además de Sarmiento, Hernández, que probó cómo “el partido [unitario] envenenado de crímenes […] cosió a puñaladas al Chacho”, contribuyó no poco a perpetuarlos. Hizo lo propio Los hijos de Facundo, de A. de la Fuente, o cuanto menos, esta amenaza insultante allí compendiada: “Me cago en los salvajes [unitarios], soy hijo de Peñaloza y por él muero y si hai alguien que me contradiga, salga a la calle [ a pelear]”. La hipnótica novela de Menegaz es también prueba de sobrevida, auspiciosa en días de haters sin cabeza.
Con algo de leyenda (“se cuenta que…”) y de pesadilla (“de los traidores”), La liga harapienta narra la historia de un grupo de hombres (¿o fantasmas?) que vengan un magnicidio, de los varios que hubo en este país, hechos todos “sin escrúpulos, por reflejos de clase”, según se aclara allí con justeza.
Si “Roma no paga traidores”, Argentina los mata: Urquiza, Vandor, etcétera. Los “Salieris del Chacho” (¡quién pudiera!) leen la carta de María Peñaloza, mujer que señala las postas del degüello. No es tarea fácil: hay que conseguir fondos, anoticiar al presidente de la Confederación Argentina, matar (a uno, otro y otro) y huir. No habrá Manco Paz que salve a los asesinos de ese General de la Nación. Tampoco a sus vengadores.
El mote de “experimental” es carga pesada más que elogio para quien trabaja la prosa de modo absolutamente inusual. No le cabe a Menegaz, tampoco al Serra Bradford de Manos verdes (2004), su antecesor en el rubro (de orfebre alucinado); ni a Andrés Rivera, otro que volvió al siglo XIX con un sonido y una furia que en Menegaz resuena en los paréntesis, su santo y seña que hace las veces de subrayado o nota aclaratoria (las menos), contrapunto (las más), traducción de un término olvidado (¿o inventado?) y hasta vía de escape (o golpe) del sentido.
En “guerra de policía” —así la llamaban con orgullo Mitre y Sarmiento—, a los caudillos se los persiguió cual bandidos. Encomendados a Dios como los ajusticiados, serán estos jinetes del Apocalipsis salidos de una de cowboys quienes harán justicia en un final (cinematográfico) con secuencias paralelas: a un lado (el pasado), el asesinato del Chacho; al otro (el presente), el destino que cae implacable sobre los vengadores. La venganza es simbólica, pero también política: “Porque la montonera era un orden (posible), no un tumulto”.
Otro pudo ser el destino del país. “Vengando al Chacho debería cerrarse un episodio histórico y abrirse otro, en el que intervendrían nuevas fuerzas, o acaso las mismas —dijo— pero renacidas, sin memoria”. En este Medioevo con pantallas, no hay vengadores más allá de los de la Liga de la Justicia, pulp fiction adulterado por un cine moribundo hecho por lo que queda de Hollywood. Tampoco hay memoria.
Bienvenida esta novela impar (lo más asombroso en prosa desde Eisejuaz, lo más prieto e impecable desde Zama) para recuperarla algún condenado día, día en que un editor, seguramente, habrá rescatado el primer y genial libro de cuentos de este autor —El espectáculo transparente, 2015–, hoy inconseguible.
Sebastián Menegaz, La liga harapienta, Paradiso, 2022, 168 págs.
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