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La escritura y la memoria familiar despiertan la atención del poeta, lo imposible muchas veces es reconstruir un punto de referencia en nuestra trama. Escribir implicaría bordear la pregunta acerca de quiénes somos. La figura de la médium y la del escritor pueden encontrar un correlato en este último interrogante, ya que ambos trabajan desde la ambigüedad de los signos e interpretan la realidad a partir de una lectura entre líneas: “cuando le pregunté a la médium / por el espíritu de mi padre / me dijo que piense / en un sonámbulo / que en medio de la noche / hace llamados telefónicos / y cambia convencido / los muebles de lugar / para escuchar el ruido / que hacen al distraerse”. A medida que nuestra memoria se activa nos vemos transformados por aquello que deseamos recordar hasta perder la propia voz y desdibujar nuestra identidad. Nunca terminamos de resolver la dimensión ni el alcance de nuestras faltas, y cada tanto consideramos que lo que aprendimos de nuestros padres es irrecuperable e irrepetible.
El sentimiento de formar parte del tronco, las hojas y las ramas de un árbol genealógico es difícil de traducir y de comunicar. El empeño de Soares no es vano: “bajo el agua con mi padre / el instructor de esnórquel / nos enseñaba con el dedo / corales con formas cerebrales / pero yo me distraía / con una pareja de peces / que iban siempre juntos”. Las imágenes son un recurso que propicia la confianza en la narrativa personal que cifró las vivencias más significativas; así podríamos recuperar también la esperanza de que nuestra experiencia en el mundo puede tener sentido.
La imagen de dos peces nadando se podría ampliar a un cardumen, con el tiempo una familia de peces flotando en la mente del poeta, y así la postal marina, casi onírica, diagramaría una emoción en la que diferentes voces terminarían reunidas en un mismo horizonte: “Mi padre escribía en unos cuadernos anaranjados Gloria / que a mí me gustaba abrir al azar, hojear y hacerles caricaturas en los márgenes. Aunque por lo general no entendía su letra, me daba cuenta de que en esos cuadernos él apuntaba frases, ideas y sobre / todo comienzos de cuentos”. Qué es lo que tiene un padre de singular para decirnos, cuál es el tema y cuál es la necesidad de hablar. Por vía de la poesía encontramos una filiación, y si no la encontramos, la construimos. Asumimos que hay situaciones y vacíos difíciles de tematizar por la precariedad de la lengua, por nuestras lagunas mentales, por el vacío y la ausencia sobre los que escribimos la palabra “yo” a la hora de referirnos a las voces familiares que nos precedieron y nos enseñaron a guardar silencio.
Hay un tono narrativo en la poesía o un tono poético en una narración que se reescribe una y otra vez. No es una escritura programática pero sí orgánica: quizá, parece decir Soares, la poesía sea una manera de alumbrar zonas oscuras, borrosas y de instalar cierto orden en aquello que nos ha tocado vivir: “cuando consulté con una médium / para comunicarme con mi padre / su espíritu se me presentó / a través de ella / como un viejo imán / con un resto de atracción / que al juntarse con otro / deja aire / magnético en el medio”. Por encima de estos versos flota una pregunta recurrente: ¿cuál sería el corazón de lo escrito o el núcleo del poema? Y si no la respondemos, hablamos entonces de una fuerza que al descubrirla centellea hasta encandilar; lo que nos conecta con esa luz es la necesidad de escuchar una respuesta, o de encontrar una flecha con las indicaciones necesarias para llegar adonde queremos.
Lucas Soares, La médium, Mansalva, 2019, 128 págs.
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