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Una abogada algo testaruda que se desempeña como secretaria en una fiscalía criminal, un asesinato sañudo y sus ramificaciones, la naturaleza excepcional de los protagonistas del caso —“el profesor chiflado y la prostituta enana”, entre otros—, el imán del albinismo y las incógnitas que van sumándose a medida que pasan los meses, la investigación se dilata y se entrevera con nuevos casos, nuevas víctimas y nuevas urgencias —¿por qué “Copito”?, ¿quién es “el jefe” y quién el hombre de “la nariz respingada”?— tensan las páginas de La Niña de Oro, el policial retro de Pablo Maurette.
Acaso porque se trata de una novela de género, es posible que La Niña de Oro tienda a proyectarse sobre ciertas tipologías —la vertiente cerebral, la hard-boiled, el thriller— y al modo en el que una cosa y otra —novela y arquetipo— establecen su diálogo. El “team enigma”, aquellos que buscan desafíos intelectuales y tramas en las que los crímenes no son sólo arrebatos, disparos a quemarropa o furias desatadas, pueden sentirse a gusto mientras la novela se abre al debate naturalista, biologicista y bibliófilo que trata de desentrañar la anomalía de lo albino y se remonta a un ejemplar de Systema Naturae, publicado en Estocolmo en 1758 —con una ligera corrección respecto de una edición previa—, comprado por el profesor Doliner, la primera víctima, en nada menos que 7500 dólares.
El dinero, la violencia, el poder y su capacidad de encubrimiento, ciertos perfiles ásperos con los que se caracteriza a un par de hampones, la zona de Constitución y los múltiples tráficos que la atraviesan, empiezan, a su turno, a volcar el peso de los hechos hacia el ala dura del género, y ciertos otros eventos oscuros —una sodomía muy específica y las mutilaciones— definitivamente los encuadran ahí, de manera que la novela, muy hábil y muy sutilmente, y aun contra la crudeza de lo crudo, oscila entre ambos polos, distorsionados incluso con algunas dosis de exotismo, creencias y ritos curativos africanos decisivos para una incipiente resolución del caso.
No falta, para acrecentar la tipicidad genérica del argumento, la figura de un detective, aunque también allí hay un juego propio que trabaja sobre ese personaje característico desdoblándolo en dos: una cara es Silvia Rey, la funcionaria judicial perspicaz, imaginativa, que a pura voluntad e hipótesis sigue y sigue con el caso, y la otra, el subinspector Carrucci, un oficial de policía al que le caben casi todas las generales de la ley de la fuerza a la que pertenece.
Cuando en 1953 escribía la brevísima “Noticia” a su antología de cuentos policiales argentinos, Rodolfo Walsh subrayaba la aparición cada vez más sólida de la ciudad de Buenos Aires como escenario apropiado para el desarrollo de la acción. Ese señalamiento tenía entonces una marca de novedad, como si el entorno porteño lentamente se animara al forcejeo de los territorios propicios y disputara su lugar con los docks de Chicago o las abadías del countryside inglés. Medio siglo después, para La Niña de Oro no parece haber otro lugar más indicado que la gran urbe capitalina y sus suburbios igualmente grandes, intrincados y vertiginosos. Eso, y la impronta milenarista del tiempo en que transcurre —diciembre de 1999— le dan al relato la electricidad propia de un thriller, apenas interrumpida por la luz roja de los semáforos, unos chicos que hacen malabarismos por la moneda y el desayuno matinal en el bar que da título al volumen.
¿Cómo no contagiarse del juego que juegan padre e hija, los Rey, y empezar a buscar en el abigarradísimo concierto del mundo las “duquesas” o las “tricotas”, cuyas líneas de fuga señalan, desde los más diversos sitios y procedencias, hacia un mismo objeto?
Pablo Maurette, La Niña de Oro, Anagrama, 2024, 264 págs.
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