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La reunión de los libros de cuentos de Alejandra Kamiya en una trilogía ha supuesto un evento de cierta resonancia en el ambiente editorial argentino. La gacetilla indica que al más reciente La paciencia del agua sobre cada piedra se suman Los árboles caídos también son el bosque y El sol mueve las sombras de las cosas quietas, originalmente publicados por Bajo la Luna en 2015 y 2019, agrupados todos bajo el sello Eterna Cadencia en 2024; conjunto que a modo de celebración y de nueva bienvenida tuvo su presentación en la última Feria del Libro de Buenos Aires y en el Malba. No está mal que se los reúna de este modo. De hecho, algo en la lectura continua de los relatos de cada volumen —una especie de encabalgamiento narrativo, si vale el atributo tomado de la versificación— los enlaza como si hubiesen sido escritos bajo un mismo impulso estilístico, uno que, como rasgo sobresaliente, combina la oración breve y casi aforística, cargada de vaticinios y afirmaciones de impacto poderoso, con cierto riesgo y cierta hondura —y también delicadeza— en la costura metafórica que hilvana el hecho narrado, cuyas fuentes son insondables, y su presentación narrativa, las palabras sobre la página y sus inmediatas sugerencias visuales.
Algo de eso había notado Nicolás Scheines aquí mismo y había observado una “artesanía de la brevedad” que volvía a los relatos de Kamiya diestros en su función connotativa, capaces de evocar mundos enteros con un justísimo y recortado repertorio de oraciones. No obstante, como si el fraseo tomara nota de esa regularidad y quisiera sacudírsela, “El pozo” en Los árboles caídos… y la continuidad entre “Herencia” y “La garza” en La paciencia del agua… se estiran en acciones y mundos interiores encarnados por unos pocos personajes —el soldado japonés aislado y encadenado a una tarea; Augusto, Leiva, su hija Martina y Renata sumidos en su drama rural— como si se ejercitaran en otro tempo y en otra duración sin por eso abandonar aquel celo palabrístico y aquella economía.
Mientras un lugar inmediatamente anterior al siguiente puede ser el modo de explicarle a una gata locuaz qué es el pasado, o mientras los rayos del sol que atraviesan unas ramas asumen su porte de “espada fantasma”, un secreto puede tener una entidad múltiple, ambigua, a medias casa en el monte, un poco desafío y otro poco núcleo o nudo emocional insistente.
Si hay relatos que son una suerte de escenografía casi en estado puro —“El baño”, “Tres sillas” o “Sola”—, de forma tal que el dramatismo y la tensión son, por poco, el resultado de una arquitectura doméstica y superficial de muebles, hendijas, luces y poses en crudo y al mismo tiempo cargadas de significaciones punzantes, también hay resplandores de campo abierto, de llanura, de otros interiores algo excéntricos como si el tornasol lo aplicaran allí unos shōji. “Las botas” y “Los nombres”, mientras tanto, se sienten tan áridos y rasposos como la estepa geográfica y emocional en la que se desarrollan.
Hay cuentos secuenciales, casi de acción pura; hay otros con más espacio para la descripción y hay otros en los que predomina el diálogo —el afiladísimo “Fragmentos de una conversación”—, diálogos en el que a veces participan seres a los que no les atribuimos inicialmente el verbo o en los que el verbo no es solamente la palabra.
Vectores de una coexistencia heterogénea, las elecciones argumentales —qué pasa y cómo— y las herramientas narrativas —a quiénes y en dónde—, dispuestas con mucha versatilidad, conforman una atmósfera sutilmente familiar al cabo de unos cuentos leídos en hilera, pero al mismo tiempo algo extraña, particularísima, diferente. El avance desde espacios, conversaciones, trabajos y toda otra gama de lugares comunes hacia otra parte, hacia un plano en el que los patios, las palabras o los silencios tienden puentes con algo así como un revés de lo real supone —provoca— una dislocación gozosa, un corrimiento, un zigzagueo chispeante entre mundos que el lector puede experimentar con gusto y con algo de aprensión, entre lo cercano que puede encontrar en la ficción y el salto a un lugar incógnito. Acaso buena parte de ese efecto provenga de aquello que la propia Kamiya ha ido puntuando en ciertas lecturas en las que se demora en los procedimientos, en objetos, en la técnica, en la sensibilidad de las voces narrativas y en algo que denomina “el tono”, que define siguiendo a Ricardo Piglia como “la relación que quien narra tiene con aquello que va a narrar”. En su caso, el tono pareciera remitir a una entidad viva y cambiante que abreva en una ajustada ejecución de la frase —impecable el manejo de la tensión—, un vigoroso y muy colorido repertorio de metáforas, un elenco de personajes muy variado en cuerpos, formas y temperamentos, y unas tramas pobladas de fresca imaginación.
Alejandra Kamiya, La paciencia del agua sobre cada piedra, Eterna Cadencia, 2023, 128 págs.; Los árboles caídos también son el bosque, Eterna Cadencia, 2024, 120 págs.
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