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Acaso el pico más elevado de esta breve y ondulante colección de cuentos —varios puntos altos y otras tantas depresiones— sea esa escena de “43” en la que unos turistas se pelean por entrar al Mausoleo Guevara ubicado en Santa Clara, Cuba, y rendirle homenaje al Che. Bien argentinos, uno diría fogwilleanamente argentinos, chapean y sacan a relucir antiguas militancias, carnés partidarios, exilios y otros hitos como Malvinas, el Cordobazo o Villa Constitución, con tal de no quedarse afuera. El guía, abrumado, toma un atajo y organiza un sorteo. Y mientras el cuento sigue su rumbo de fortuna o verdad, nosotros, lectores de Lopetegui, nos vemos indeleblemente sacudidos en una muy íntima fibra de nuestro ser nacional: ¿así somos?
Primer libro de una narradora de franca impronta uhartiana —el estilo, los temas, cierta composición taimadamente sencillista y la información paratextual así lo sugieren—, este es un compilado polivalente. Suena biográfico a causa del influjo de una primera persona que hilvana ciertos relatos como si se hilvanara una vida, y suena político porque esa vida y esos relatos están atravesados por una idea y por una práctica política. Hay, además, otro notable componente de orden poético, y se trata de un trabajo propio con algunos de los trucs, clásicos o más recientes, del género. Así, mientras uno continúa leyendo, notará que a los relatos los constituye en buena medida la brevedad, ciertas dosis de shocks y una suerte de adscripción a esa “tesis” que dice que un cuento moderno cuenta dos historias en mutua tensión como si fueran una sola.
La unión de esa vertiente tripartita, que amalgama biografía, política y poética —habrá quienes encuentren un cuarto o un quinto afluente—, hace que en “Cruz diablo”, por ejemplo, un “minuto” no sea una medida del tiempo sino una estrategia para evitar a la policía represiva; que “El casco” se transforme en una excursión que, escapándole a la siesta, nos lleva a recorrer una estancia en ruinas como si aún estuviera habitada y en pie; o que la recurrencia a la labor del tejido le dé a “Truco treta trampa”, o a “Santa Clara”, un aire de fraternidad con “Homenaje”, el bellísimo cuento de Silvia Molloy en el que la narradora, a instancias de una lista de palabras como “bies”, “sarga” o “plisado”, recupera una memoria familiar con un lirismo inesperado y sanador.
Entre la herencia, la tradición y la voz propia, entonces, los relatos de La permanente transitan un camino que es quizás el más lindo de andar: ese que ya se conoce pero que, por la temporada, por el imperio diferente de un color o por otra íntima mutación en el caminante, aparece como nuevo.
Marta Lopetegui, La permanente y otros relatos, Blatt & Ríos, 2015, 116 págs.
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