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Con La poda asistimos a un concierto orgánico. Aéreo y despojado, el tono se despliega en distintos movimientos cronológicos, comenzando por una introducción propedéutica y continuando con una serie de tramos in crescendo (el concepto musical no es metafórico, sino que encuentra su punto de contacto en el resurgir de lo mutilado), donde el aumento verbal se da por la intensidad de las imágenes y, a la vez, por el incremento del deseo en la voz.
En el grado cero de la poda, las preguntas por el resultado de lo decidido se contraponen al anhelo de desmontar “la selva doméstica sin cauce”, para así atisbar qué puede llegar con la aparición del vacío. Como es de esperar, vence este último y se deja que entren los jardineros. Sin embargo, en lo dicho queda flotando un “frenesí verdor castaño”, “toda esa exuberancia” como un anticipo del efecto pasional de la supresión.
La labor es ajena, ejecutada por tres extraños, mientras “posa / su aire la mañana / sobre el mármol / pisa / su pie descalzo el día” en el cuerpo de quien observa desde la cocina. En ese placer visual y sonoro, a la par que disminuye el volumen vegetal, se instaura la semilla de una pulsión. “Qué felicidad”, se nos dice sobre los trabajadores; “están cantando mientras callo”. Y así el temblor propio se traslada “a esa pequeña hoja, estrella / bailarina”.
En “Segundo termo” (la tercera sección del libro), lo que se enrarece es la percepción de los visitantes. Los desconocidos se transforman en caballos que hociquean entre las ramas, se transportan a un cuadro visto una y mil veces (La vuelta del malón), y la que mira no sabe bien dónde es que habla. Canta: “Y si mi corazón batía suelto en la cocina / ahora está callado / hasta me asusta / oír mi propia, tundra, respiración”. De este modo, la palpación de lo alojado se sopesa por primera vez entre las palabras, porque ya echó raíz (“un corazón suelto adentro / bate que bate / como badajo / contra el metal”).
En el último termo de agua (no entregado) se cristaliza la interrupción que importa la culminación de la tarea. Pero en ese hueco se recupera la oportunidad de expansión. Los brotes tardarán en ocupar el espacio, así que es lo verbal lo que asume la libertad de reproducción y multiplicidad: “Ese sonido / ¿podés oírlo? / toca y reluce / a contrapelo / del pensamiento / como un caballo / que se acaricia / dentro del sueño”. La figura del caballo permanece, aunque lo hace desplazando a los que la despertaron. Los jardineros ya no están; sólo el silencio reclama que alguien lo habite.
Después de la poda, cuando la chance de difundirse es cierta, la voz se carga de ritmo y de deseo. “Una boa nuestro jardín / de dimensión suprema // un guante fluorescente / hecho a la medida / de nuestro amor”, oímos. Se camina entre los restos, se disfruta el futuro incipiente, “la rosa china es el recuerdo / de un leve perfume equino / que se queda”. Los caballos también se borran en el final, apenas titilan en la memoria: “mis manos acarician / con algo de nostalgia / la curva / del termo de aluminio / y, clavada en mi escritorio, / escribo / agarrada a la crin”. Así el libro se cierra y, por ello, se abre su lectura.
Florencia Fragasso, La poda, Salta el Pez, 2022, 64 págs.
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