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Matar es, si se quiere, no morir. Pero también es una consumación, un acto único, una epifanía: la revelación que puede darle sentido a una vida. Si la violencia es uno de los ejes a través de los cuales es preciso leer nuestra incidencia en el mundo, hay que detenerse no sólo en su reverberación —en sus consecuencias, pero sobre todo en sus significados—, sino también en su posibilidad. La violencia es eso que late, que todo el tiempo puede estallar, una necesidad siniestra; un lenguaje hecho ante todo de silencios.
Desde esa perspectiva es posible entender mejor una novela —notable, por cierto— como Las carnes se asan al aire libre, del rosarino Oscar Taborda, publicada originalmente veinte años atrás en su ciudad natal y rescatada ahora del secretismo por el sello Mardulce. Porque en definitiva, ¿qué es lo que buscan esos tres amigos que se reúnen después de mucho tiempo para compartir una escapada alla Hemingway, es decir dedicados a la caza y a la pesca —y a la bebida, y a las ingenuidades de la complicidad masculina—, dirigiéndose poco y nada la palabra, si no es algo que los sacuda, algo que merezca ser contado, algo por lo que valga la pena no dormir tranquilos? Aunque el episodio en sí pueda interpretarse como fortuito, la violencia los arranca del sopor, o en otros términos, del sinsentido, del coma perpetuo.
Taborda establece el diálogo con Kafka al abordar a sus personajes de manera casi impersonal, fabulesca. Ni siquiera amerita darles nombre, o más bien contárnoslo: son apenas “uno”, “el pelado”, “el tercero”. Lo individual es sólo un rasgo del verosímil, un desembarco en el territorio de lo real. La aventura —la desventura— es de todos, una trampa del entorno. Y acaso en esa distancia, que por momentos se convierte sin embargo en una mirada antropológica, el parentesco más claro que pueda establecerse para con esta breve maravilla, al menos dentro de la literatura argentina, es con el aparato de Marcelo Cohen. El humor, ante todo, con frecuencia anticlimático y feroz, bipolar en tanto trabaja con lo sublime y con lo vulgar con igual naturalidad, y asimismo el fraseo, mucho más parecido al de Cohen en su síncopa que al de Juan José Saer, ese otro maestro de la dispersión, o mejor, de la digresión (a quienes habría que añadir, en un tercer vértice, al Di Benedetto de Zama y de la mayoría de los cuentos).
“¿Es esta, se pregunta uno, la mejor manera de ser parte de la naturaleza?”. La interrogación de “uno” remite a algo concreto, y en realidad es una “ristra de preguntas” que “amenaza con ser interminable”. Pero ese espacio mítico del Delta, que ha sido celebrado o del que se han apropiado literaturas de lo más diversas, ofrece tanto la chance del hallazgo, del reencuentro con alguna pieza dislocada en el interior de uno mismo, como del extravío definitivo, del comienzo de algo que es también su fin. En esa lucha se entreveran los tres fantasmas protagónicos de esta novela, y hacen que reverdezca la duda faulkneriana, o su paráfrasis: ¿qué elegiríamos, al fin y al cabo, entre la nada y la locura?
Oscar Taborda, Las carnes se asan al aire libre, Mardulce, 2016, 192 págs.
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