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La lectura política de una novela implica, siempre, establecer algún tipo de relación significativa entre el lenguaje literario y eso que Roland Barthes solía llamar su “destino social”. Los problemas que propone cualquier sociología de la novela son muchos y de lo más variados, aunque el más peligroso de ellos sea, qué duda cabe, el de torcer las intenciones del autor o, en el mejor de los casos, ponderar determinadas coyunturas por encima de cuestiones que –en principio– sólo debieran considerarse en un orden estrictamente literario. No siempre una multiplicidad de lecturas posibles acrecienta el valor literario de un texto, del mismo modo en que una aproximación limitada por ciertos prejuicios (la conclusión apresurada de hallarse frente a una novela “de género” es uno de los más frecuentes) muchas veces opera como criterio restrictivo o de simple y puro menosprecio.
Pareciera haber muchas novelas dentro de Las poseídas,y así como sus mejores pasajes tienen que ver con el gótico y con sus complejidades más ominosas, hay que decir que la cosa resulta mucho menos feliz cuando cierta idea de lo abyecto –entendido como ese universo metafórico donde la imaginación literaria se dedica a desplazar y alterar significados– se apodera del relato. La historia transcurre durante la frágil democracia de los ochenta, pero esa ubicación temporal funciona tan sólo como válvula de escape para una seguidilla de situaciones ordenada con la lógica de la olla a presión. En el colegio religioso para chicas ubicado en la zona norte de Buenos Aires donde se desarrolla la novela, las pasiones tienen un tinte escabroso que parece una amplificación grotesca del desmoronamiento ético y moral de una sociedad malparida por la dictadura. Planteadas estas resonancias, lo curioso es que el juego de relaciones entre ambos aspectos del relato no supere casi nunca los riesgos de la maniobra ideológica, ya que las referencias a la época molestan cuando son abordadas, por ejemplo, por las claves puramente terroríficas (en sentido genérico) del relato. El hecho de que ese universo clausurado esté dispuesto como una maqueta para el ejercicio de una mirada casi voyeurística sirve algunos buenos pasajes donde un lirismo algo deforme se libera de prejuicios y alcanza niveles de verdadera intensidad. Sin embargo, esto no alcanza para que Las poseídas se desentienda con éxito de ciertos lugares comunes de las llamadas “novelas de iniciación”. Cuando González logra romper la cadena de esos vicios, las cualidades del logro son estrictamente literarias, pero aun así la preocupación por apartarse del realismo –con su consecuencia lógica, esto es, el derrape hacia la parábola– es tan evidente que conlleva un riesgo del que la autora no siempre sale airosa: lo que puede considerarse una trabajada poética de la locura y la negación en una página se precipita en la siguiente –casi sin paliativos– hacia una poco convincente violencia cínica del discurso, y en esa irregularidad se agota una propuesta que no alcanza a ocultar del todo su evidencia detrás del trabajo de escritura.
Betina González, Las poseídas, Tusquets, 2013, 184 págs.
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