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Segundos antes de iniciar la presentación de Lenguaraces, del más entrerriano que nunca Ricardo Zelarayán, un grito rompe el silencio en el auditorio David Viñas del Museo del Libro y la Lengua. Se escucha una discusión en voz alta proveniente de afuera, quizás entre empleados del lugar, que deviene en pelea hasta llegar al grito. Rápidamente viene a mí el comienzo de La piel de caballo y me digo que la escritura de Zelarayán no deja de empezar.
La obra de Zelarayán se inicia en 1972 con su libro de poesía La obsesión del espacio y se cierra, por ahora, con la aparición de Lenguaraces. Un corpus taimado, esquivo y fragmentario que marca la singularidad de su ausencia; Zelarayán se jactaba en decir que había publicado menos de la décima parte de su obra. Este libro, con prólogo de Laura Estrin y posfacio de Claudia Schvartz, viene a reponer un trabajo que el propio autor dio a conocer fragmentariamente en revistas y de manera alusiva en sus contadas entrevistas.
Lenguaraces ordena los reportajes que fueron publicados a mitad de la década del setenta en el Suplemento Cultural de Clarín asignándoles un posicionamiento dentro del continuum zelarayiano. En cada uno Zelarayán se abre al paisaje y escucha la singularidad del lugar donde se recuesta la voz del entrevistado. El libro recupera las lenguas de Juan L. Ortiz, Jorge Luis Borges, Juan Filloy, Antonio Di Benedetto, Juan Dragui Lucero, Domingo A. Bravo, Mariano Etkin, Gustavo “Cuchi” Leguizamón, Luis Franco, Angélica Gorodischer, Sixto Palavecino, Jorge Prelorán, Enrique “Mono” Villegas, Anastasio Quiroga, Carlos Hugo Aparicio y Francisco Zamora. Entre todos, Zelarayán reaparece con un gesto recurrente en su escritura, aquel que busca descentralizar, correr el interés más allá del Río de la Plata y abrir el mapa en un movimiento que lo lleva a Entre Ríos, Salta, Tucumán, Santiago del Estero, Mendoza, Jujuy. Los lenguaraces aquí reunidos ocupan un espacio siempre en disputa.
Contemporáneos al momento histórico violento y crítico que el país atravesaba, entrevistador y entrevistados no esquivan el bulto y conversan, a boca de jarro, sobre la situación y el amor profundo que profesaban por la Argentina. “Yo me comprometo con mi paisaje y con mi gente”, declara Leguizamón. “Si hay algo rico en la Argentina es el pueblo”, añade Filloy. Para tensionar, Zelarayán recuerda a Borges mediante una elipsis: “hay quien dice que es mejor ser ciudadano del mundo”. Se trata, además, de un libro en el que Zelarayán asume su lugar de lengua larga y en el que entrevistador y entrevistado desdibujan sus bordes, cruzan sus voces, exceden el nombre propio y en ese contacto ya no podemos saber si habla uno u otro. ¿No es Zelarayán el que se hace decir, cuando pregunta para afirmarse “¿la música es un deporte del corazón?”, a lo que Anastasio Quiroga le responde “pícaro vos, ¡siempre buscando la cosa del amor!”? Preguntarse y responderse con otra lengua sólo es posible a condición de pensar a Zelarayán como el autor que se escucha, el autor hablado que constituye su figura por sobre el género reportaje. Algo de la intimidad ronda entre la risa y el tono inquisitivo de las conversaciones, entre confesión y fusión, porque, para Zelarayán hablado por Leguizamón, la entrevista “es una oportunidad para hacer amigos”.
Como empeñado en no dejar de aparecer, en Lenguaraces leemos lo último de una de las voces más personales de la literatura argentina. ¿No existirá —tiene que existir, me digo— un lugar desde donde “el primer lector” (léase Autor, como enseñó el “Zela”) nos envíe sus textos? Zumbón y Rabelesiano, de nuevo entre nosotros, Zelarayán Ricardo.
Ricardo Zelarayán, Lenguaraces. Entrevistas, prólogo de Laura Estrin, Leviatán, 2024, 264 págs.
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