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Lo que sobra, el más reciente libro de Damián Tabarovsky, es un libro que se muerde la cola, se autoboicotea, se traba, se pone trabas, palos en la rueda. Se impone desvíos, atajos; luego retrocede y recomienza, retoma ideas de Literatura de izquierda y Fantasma de la vanguardia (pero también de El amo bueno y El momento de la verdad), las desarrolla, las disecciona, las extrema. Vibra en cada letra, ejecuta rodeos, inserta incisos, avanza por sustracción, retrocede avanzando, va siempre hacia el mismo lugar y siempre falla en cruzar la meta (porque la meta es el origen). De a ratos se extravía, ignora hacia dónde va; cuando acierta el camino, vuelve a perderse: cae la noche fría sobre un lector que queda a oscuras y tiritando, enmarañado entre las notas del cuaderno y las notas de las notas de las notas, como si Tabarovsky quisiera taladrar el suelo para encontrar el núcleo incandescente de la Tierra, sin conseguirlo: Lo que sobra es justamente lo que falta, aquello que no puede incorporarse, lo irreductible, el último orejón del tarro, el resto, lo fundamental.
El objetivo de articular una palabra original, “inventar de nuevo lo nuevo”, mueve al autor a repetir y repetirse, porque la repetición significa abrirle la puerta a lo distinto, a lo ambiguo, a la inversión constante. Pero no la inversión explícita de la lengua neoliberal, binaria, cómplice, la lengua del capitalista, que dice libertad donde hay opresión, que dice cultura donde hay negocio, que dice izquierda donde hay derecha. Por eso, cuando la prosa hace pie y se estabiliza, sospecha de su propio equilibrio y apuesta al desborde, al derroche discursivo contra la acumulación simbólica y biempensante, a la digresión contra la linealidad, a la sintaxis loca contra la frase normalizada, cuidándose de no caer en la trampa de hablar la lengua del amo.
Tabarovsky aplica a su literatura (ensayo o ficción) una frase de “El fetichismo de la mercancía (y su secreto)”, de Karl Marx: “El valor no lleva escrito en la frente lo que es. Lejos de ello, convierte a todos los productos en jeroglíficos sociales”. Evidentemente, para leer esos jeroglíficos sociales debemos construir herramientas hermenéuticas, o sea, de interpretación: “Interpretar, por lo tanto, es ante todo inventar una lengua”, pronunciar un nombre nuevo frente a la vida de derecha (la vida naciente de la posdictadura), acomodaticia, elegida por el progresismo encubridor, políticamente correcto, perezoso, incapaz de asumir algún riesgo: “Cuando la sociedad llega a la ruptura de la lengua, las consecuencias son ominosas; se vuelven casi impensables. Pensar lo impensable, entonces, es la exigencia intelectual de la época. La ilusión de reparar lo irreparable conduce a la anulación del pensamiento crítico; ilusión siempre fracasada no por falta de vocación […] sino por la carencia teórica, por la indigencia intelectual que caracteriza al progresismo”.
Un fantasma (además del de la vanguardia) recorre las páginas de Lo que sobra: es el fantasma de Héctor Libertella (y a su vez, el de John Ashbery, y a su vez, el de Michel Leiris, y a su vez…), quien en La Librería Argentina, a principios de 2003, aludió al trabajo de Tabarovsky en estos términos: “Esa narrativa que desarrolla los hilos de una historia concreta y puntual mientras sólo va practicando, línea a línea, el arte de la digresión”.
Damián Tabarovsky, Lo que sobra, Mardulce, 2023, 112 págs.
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