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“Fue como si […] el paisaje tuviera una sintaxis parecida a nuestro lenguaje”, dice el poeta Ron Padgett en el epígrafe y, sí, es como si la llanura y la huerta que cultiva obstinadamente Fede, el narrador de Los llanos, dictaran la forma abierta de la novela (reciente finalista del Premio Herralde), hecha de apuntes, frases leídas, recuerdos, que se suceden en fragmentos breves, al ritmo de las estaciones. Desde un tórrido enero en que nada prospera en Zapiola hasta un setiembre rebosante de plantines de tomates, los pormenorizados progresos de la huerta escanden la vida solitaria del que escribe, exiliado de la ciudad en una casa alquilada en el campo después de una separación amorosa. También la prosa límpida espeja el paisaje, se entrecorta en frases breves, como planos detalle, cuando enumera los avances de lechugas, zapallos o hierbas aromáticas, y se vuelve más frondosa, como los paraísos o los eucaliptos que quiebran la monotonía de la llanura, cuando recupera la historia familiar, recuerda su propia infancia en el campo, su llegada a la gran ciudad o los tiempos felices del amor perdido. La trama mínima se va componiendo en el fluir de los fragmentos, o mejor, en el fluir de los blancos, que hacen avanzar y a la vez detienen el relato, para que el lector también se detenga y se deje habitar por el “ancho tiempo vacío”, “el tiempo del llano”. Y es que la lógica habitual de causas y efectos, comienzos y desenlaces con que Fede y tal vez el propio Federico Falco han escrito hasta entonces otros relatos (los límites de la autobiografía son deliberadamente difusos) no consigue dar cuenta de la ruptura amorosa, que late asordinada y va asomando de a poco entre las notas sueltas, los subrayados en los libros y las listas que se suman con la promesa de un orden. Porque además del recuento minucioso de especies que crecen en la huerta y los pocos incidentes que animan los planos generales de la vida en el campo, hay listas de la fauna de Zapiola, de las pocas palabras en piamontés que Fede heredó de los abuelos, de los restos que picotean las gallinas, de especies de pájaros que se avistan desde la casa, de maneras de nombrar el tiempo del día o de palabras favoritas y, por fin, de las muchas cosas de la casa compartida en la ciudad, todas perdidas. Hacia el final del largo duelo, sin embargo, el otro final acierta a recomponerse (“ese día en el bar” “todo lo que dijo Ciro”), florecen coronas de novias, jazmines y paraísos, prosperan canteros de tomates, berenjenas y ajíes, la gallina pone su primer huevo y el que escribe relee lo que ha escrito de enero a setiembre. “Atarse a algo”, se lee en uno de los últimos fragmentos. “A una huerta, un bosque, una planta, una palabra. Atarse a algo que tenga raíz, anudarse para no perderse en el viento que sopla sobre la pampa y llama”.
De los primeros románticos a Juan José Saer o César Aira, la literatura argentina lleva siglos intentando poblar y dar sentido al vacío de la pampa. Nunca antes, se diría, concibió una soledad tan amorosamente poblada. Sabíamos desde 222 patitos (2014), y sobre todo después de Un cementerio perfecto (2016), que Falco podía renovar las formas gastadas del cuento con imaginación narrativa, sutileza verbal y hondura. Ahora sabemos que ha encontrado una forma personalísima para darle nuevo aliento a la novela.
Federico Falco, Los llanos, Anagrama, 2020, 240 págs.
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