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Lumbre, la tercera novela de Hernán Ronsino, se ordena hacia el final de la experiencia de lectura como un vasto entretejido de historias cuyo eje se mueve entre la percepción y el recuerdo.
Explotando la matriz narrativa de las anteriores La descomposición y Glaxo, uno de cuyos fuertes era lo no dicho y la elisión, duplicando extensión y, uno diría, agotando el procedimiento, los tres relatos pueden sin embargo alinearse en una suerte de ciclo arraigado en una región de la llanura pampeana; un ciclo que de algún modo recrea ese espacio un poco tosco y un poco civilizado que tiene una inacabable ascendencia en la literatura local y que, con una nueva impronta, vuelve a emerger.
Situada en esa Chivilcoy de novela, entonces, Lumbre comienza con la muerte del Pajarito Lernú y con el insólito legado con el que el narrador va a encontrarse. La vuelta de Federico Souza a la ciudad del relato, que es donde nació y vivió hasta alejarse, es el primer movimiento que hace a la construcción de una historia que, animada por el detalle, por la memoria descriptiva y por una exposición de alto rigor contemplativo que llega hasta una suerte de hiperconciencia de lo que se dice y de cómo se lo dice –“Dejo que la frase sea atravesada por el péndulo que va y viene, que ostenta todo el tiempo ser péndulo”–, adopta la forma de una deriva sentimental y geográfica que acompaña a Souza por las estaciones de su vida pasada, y por los cambios visibles ahora, de ese pueblo por el que transita.
El Negrito Areco, los Loza, las vueltas de Luna, el campamento del coronel Borges, una calle que lo homenajea allí donde lo traicionaron, el gordo Leguizamón, un Chevallier incendiado, la mítica película La sombra del pasado y el no menos mítico libro Sangre nuestra son algunos de esos motivos anecdóticos, ciertos o inventados, a partir de los cuales se amalgama la historia.
En el plano del estilo y la composición, por su parte, un fraseo seco y conciso en primera persona, que abusa un poco del punto seguido y que a veces roza lo sentencioso o lo proverbial, hace de sostén material de toda aquella andadura.
Casi como una suerte de glosa a la discusión literaria sobre el término “zona”, la trama especulativa de Lumbre –episódica, que dilata el tiempo de la acción hasta un punto tal vez exagerado– arriba sin embargo a lo que parece ser una certeza. La epifanía le llega a Souza desde una escena que ha visto en un documental. En la imagen –narrada en tres ocasiones a lo largo de la novela–, un hombre recorre una ciudad que está en ruinas. Trata, varias veces, de encender un cigarrillo. Dice de pronto: “Cada pedazo de pared de esta ciudad lleva, como una piel, las huellas de mi historia”. A Federico Souza esto lo impacta. Dice a su turno: “Lo que vi me desenterró una percepción amasada por los años pero nunca dicha hasta ese momento”. Todo eso –percepción acallada, memoria escondida, súbito desentierro– parece ser Lumbre.
Hernán Ronsino, Lumbre, Eterna Cadencia, 2013, 288 págs.
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