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Luto es una novela que anula la expectativa, o que más bien la suspende. El suspenso no lo constituye ningún enigma, sino un interrogante, una pregunta de límites más difusos: ¿y después qué? Después es después del episodio inicial que constituye la primera parte, cuando el negocio de Chiche, un comercio de muebles y electrodomésticos de un barrio del conurbano, es asaltado. En el enfrentamiento con los delincuentes, Chiche mata a uno de los asaltantes, pero Susana, su esposa, es asesinada por el otro. A partir de ese momento Scott narra el luto. O el modo en que Chiche lleva adelante ese rito, es decir del mismo modo en que lleva su propia vida, de una manera anodina, invisible, inmóvil. Durante todo el relato late una venganza que no se consuma. Scott construye un personaje fascinante en su simpleza, obsesionado con “los negros”, parco y solitario como un cowboy que no conocerá la epifanía del duelo cara a cara, porque está atrapado en el duelo prosaico por la muerte de su esposa.
El duelo y el luto son formas de la suspensión. El final de la novela ocurre como si no hubieran pasado diez años entre la muerte de Susana y la ronda nocturna de Chiche. La segunda parte, la más extensa, narra ese tiempo detenido entre ambas fechas; un intervalo que repite sistemáticamente los tópicos con los que se estructura esa serie de capítulos: Baldío, Hija, Perros, Negocio, Películas, Genoveva, Noticias, Negros, La mujer de la retacería. La vida de Chiche gira en ese círculo de inercia. El paso de los años transforma lenta pero inexorablemente ese rincón metonímico del conurbano: cuatro esquinas que son el escenario donde se gesta el milagro secreto. Porque la tercera y última parte, la incursión nocturna de Chiche por los alrededores de la estación, al otro lado de las vías, puede ser leída como el episodio que continúa la muerte de Susana, como la venganza que no fue, pero que oscuramente vimos gestarse, una venganza contra nadie en particular sino contra “los negros”, ese genérico con el que Chiche ordena el mundo.
La prosa de Scott, que ya había demostrado su elegancia en El exceso (2012), su primera novela, sorprende aquí por su economía de recursos, por su sintaxis despojada, por su ritmo; una lengua emparentada con la de Luis Gusmán, Martín Kohan, Eduardo Muslip, que se consolida en una novela tan contundente como su título.
Edgardo Scott, Luto, Emecé, 2017, 208 págs.
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