Los de Tom Maver son sobre todo poemas de gratitud, y no porque la vida sea buena, sino porque es vida. Escuchamos a una voz pasmada y agradecida por la grandeza que la rodea, una voz que busca esforzadamente la humildad y se estira hacia el éxtasis desde un tono prosaico, como quien sabiéndose entre estatuas de santos camina en puntas de pie.
En el fondo, la única acción en sus poemas es el descubrimiento, que va posándose sobre un puñado de temas: el contacto con el otro y con el cosmos, la naturaleza de los vínculos, las fuerzas que animan un carácter, la nobleza de los elementos, el adentro y el afuera, la aliviante pequeñez del individuo. Descubrimiento siempre fascinado. ¿Pero cómo expresar en palabras esta impresión en definitiva tan básica, que la palabra religiosa y laica tantas veces ya nombró? Hemos leído demasiadas veces que todo está unido y que la separación es sólo ilusoria, y aunque aceptemos la idea y comprendamos sus efectos políticos, no resulta fácil que un poema nos vuelva a golpear esa tecla tan gastada. Tom Maver lo logra. Puede frotar el castellano de una manera muy suya y sacarle chispas nuevas (me atrevería a decir: nuevas incluso para la literatura; cuesta encontrar figuras retóricas que lo describan bien). Cuando se trata de imágenes son siempre simples, levemente extrañas, que vinculan de manera incómoda lo concreto y lo abstracto. No sirven como frases de póster porque no confirman algo que ya sabíamos y porque eluden la contundencia. A veces los versos resultan molestos porque estamos demasiado regidos por la distinción entre poesía y prosa, pero en cada uno se advierte un trabajo intenso en dirección a una simpleza no lacia. El efecto completo se obtiene únicamente en la serie, pero su toque puede entreverse en poemas muy breves: “Madre, soy un balde / en el aljibe de tu pecho. / Bajo hacia vos, / me ahogo, subo lleno”.
Maver escribe monólogos. Ya ha empleado muchas veces el recurso de calzarle a la voz la máscara de una figura anónima o de alguna celebridad de la literatura o de la música (para un ejemplo espectacular, léase “Viernes 18 de julio de 1931”, bajo el disfraz de Virginia Woolf). En Marea solar se ubica en un pájaro ártico que huyendo del frío emprende junto a los suyos migraciones demencialmente largas, desde el Cabo de Hornos hasta Islandia o Groenlandia y luego de vuelta hacia el sur, cubriendo unos ochenta mil kilómetros anuales. El poemario lo componen cuatro secciones que son cuatro etapas en el arco vital del pájaro: el nacimiento y los primeros aprendizajes; el trabajo y la integración del pájaro en la bandada; el amor; la muerte. Desde ese cuerpo que vuela es capaz de decir, por ejemplo: “Somos aves sin canto. ¿Qué sube por mi garganta entonces? Es como si en mi boca / amaneciera yo mismo”. Claro que la máscara es sólo una excusa y una cantera de símbolos, pero intuyo que a Maver (ignorando albatros, mirlos, cuervos y ruiseñores) lo sedujeron de este animal su impresionante resistencia física que inmediatamente se convierte en resistencia ética, por un lado, y la cantidad de mundo que está obligado a recorrer, por el otro, y que es un ancho campo para el asombro.
Dan ganas de citar cada poema de este libro. Elijo terminar con la madre de nuestro protagonista, que se despide del mundo de esta manera: “A punto de morir, mi madre / dejó de comer. Como si hubiera querido / volverse lo más liviana posible / para que se la llevara la brisa de septiembre. / Quiero quedarme quieta, dijo, sintiendo / que todo menos yo se mueve, / yendo y viniendo, como péndulos / cuyo punto fijo estoy por tocar”.
Tom Maver, Marea solar, Alción Editora, 2016, 73 págs.
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