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La ciencia tiene una incidencia permanente en la vida cotidiana. Y no menos ambigua, siempre que aquellos “datos” que hoy se revelan como definitivos pasan un tiempo después a ser puestos en cuestión y, eventualmente, confrontados por sus contrarios. Por ejemplo, hasta hace cinco años la yema de huevo era el terror de quienes padecen de colesterol alto… recientemente, científicos de una universidad (siempre norteamericana) demostraron que, en realidad, no.
En el siglo XIX, los modelos de la medicina estaban en la anatomía y la fisiología. Estructura y función. Y la enfermedad radicaba en la alteración de alguna de estas propiedades. Esta episteme justificaba la definición decimonónica del cirujano René Leriche: “La salud es la vida en el silencio de los órganos”. La salud es vida, pero ¿cómo pensar la presencia parasitaria de las enfermedades mudas? ¿En qué consiste vivir enfermo? Si para el paradigma clásico la enfermedad siempre fue algo “ruidoso”, el desarrollo del siglo XX puso ante los ojos la posibilidad de convivir con un huésped incluso durante muchos años.
Medicina es un ejercicio exploratorio en torno a la modificación de la cultura del cuerpo en la sociedad contemporánea. Hoy en día ya nadie muere. Todos vivimos enfermos. Si la muerte como tal es una experiencia imposible de asimilar subjetivamente, la enfermedad en la época del cáncer generalizado es un modo más de ser en el mundo. “La medicina es tacto”, dice Héctor Pudorski, el cirujano protagonista de esta novela, a contrapelo de la concepción del objetivista, del acto médico basado en la visión. Ya no se trata de una clínica de la mirada, sino del cuerpo que no se manifiesta y en cambio vuelve sobre sí mismo a expensas de toda expresión: “No se sabe, se vive en un cuerpo que está confuso en su sentir, que se resiste”.
La enfermedad como resistencia, pero también como resto. El desarrollo científico, que hace del cuerpo una usina de la cual extraer la energía para estudios, análisis, exámenes; que se recorta en diferentes partes —como saldo del mecanicismo de la modernidad—, permanece, no obstante, en un hueco inescrutable: “El cuerpo entero un fetiche, la condición del placer es la reducción a un punto de goce”. El cuerpo, fetiche del mercado de la salud (financiado por laboratorios, regenteado por obras sociales y prepagas, etcétera). Nuestra época ha pasado del cuerpo del placer al cuerpo gozante, con una distancia irreductible; por eso sólo una “reducción” pone de manifiesto ese “punto” en que la enfermedad se aloja.
La novela de Zorraquín combina lucidez narrativa (sin unidad de estilo: por momentos adquiere el tono de un diario, o bien la redacción de unas memorias, junto con descripciones indirectas) y un uso singular del vocabulario científico-médico, que encuentra su mayor alcance en una reconstrucción clínica de la muerte de Néstor Kirchner a partir de sus enfermedades intestinales.
A las clásicas novelas del corazón, Zorraquín opone, con magnífica ironía, una literatura del recto y el ano.
Juan Zorraquín, Medicina, Mardulce, 2015, 326 págs.
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