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Durante una década los poemas de Mariano Blatt circularon en papel en ediciones minúsculas, casi siempre inconseguibles y, con visibilidad mayor, en plataformas no tradicionales: el vetusto museo de los blogs, el fotolog del propio Blatt, videos de YouTube. Pero, sobre todo, un puñado de himnos generacionales ingresaron a la imaginación colectiva gracias a la antigua institución del boca a boca, en cuyas modestas antenas repetidoras la voz de Blatt encontró su más poderosa reverberación.
Hace pocos meses, apenas antes de que esa década pareciera llegar a un final abrupto —o, al menos, alcanzar un punto de quiebre—, Mansalva publicó Mi juventud unida, un volumen que reúne el material publicado por Blatt y que añade dos poemas literalmente interminables. Amén de comprobar la vigencia de esos hits —el extraordinario “El Paraíso, el Espacio Exterior”, “Plaza la muerte”, “Fantasmitas”, “¿Todo piola?”, “No hay nada más lindo”, “Diego Bonnefoi”, entre otros—, la lectura de Mi juventud unida, a la luz del evidente atractivo que los poemas de Blatt ejercen sobre los jóvenes —pero no sólo sobre ellos—, llama a reflexionar sobre el estatuto actual de la poesía y los poetas. Además, ofrece una oportunidad para pensar el campo poético argentino contemporáneo, bastante descuidado por la crítica, al menos si se lo compara con la generación inmediatamente anterior, a la que se tendió a presentar como un bloque bastante más homogéneo y representativo de lo que en realidad fue.
Algo que distingue a esta generación, felizmente innominada, es su voluntad celebratoria. A diferencia de sus predecesores inmediatos, que publicaron sus libros al calor incómodo y halógeno de la década menemista —con su desesperanza cívica de baja intensidad—, estos dieron a conocer los suyos en un clima cultural bien diferente, alimentado por la idea, que encontró un fuerte consenso entre sectores jóvenes, de que tal vez la participación política pudiera cambiar la realidad, con la renovada confianza en el poder de la palabra que eso suponía.
En contraste con la generación anterior, que se debatía entre la negatividad ensimismada, el melancólico lirismo barrial y un regodeo pop distante e irónico, la emoción que predomina en Blatt es una alegría de modulación comunitaria. A diferencia del yo hastiado que se queja, se lamenta o se burla, a solas o ante un interlocutor que le sirve de espejo, en interiores de departamentos mohosos e iluminados austeramente por bombillas eléctricas, en muchos poemas de la llamada generación del noventa, la poesía de Blatt transcurre a pleno sol, en espacios abiertos, y encarna en un nosotros, los pibes, que no se corresponde, sin embargo, con otro importante colectivo juvenil —aunque de diferente filiación política— de la cultura argentina: los muchachos.
Blatt ubica a esos pibes en un mundo a la vez intrigante y familiar: el de ciertas culturas urbanas juveniles —floggers, skaters, etc.—, algo que explicaría parcialmente su prédica entre los poetas más jóvenes, algunos de los cuales intentan imitarlo. Pero la gran virtud de su poesía, a pesar de su oído privilegiado para las hablas de esas culturas, no está en su capacidad mimética, sino en una operación doble. Por un lado, desarma rancias oposiciones como poesía culta versus poesía popular, o poesía para leer versus poesía para escuchar. Por el otro, diferenciándose del forzado color local que suele caracterizar a los neopopularismos estéticos, Blatt nos muestra a sus pibes preocupados por las mismas cosas que inquietaron a los poetas de la gran tradición lírica. Porque los pibes de Blatt buscan —en el amor entre varones, el fútbol y las drogas— nada menos que la trascendencia. Porque ser joven no es ser nuevo, aunque a veces se parezca.
Mariano Blatt, Mi juventud unida, Mansalva, 2015, 256 págs.
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