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¿Puede una empleada pública treintañera, casada y madre de mellizos evadirse de su situación inmediata, una suerte de realidad reseca y abulonada al mundo como con nueve pernos, para aventurarse en otra zona cursi, húmeda y caliente, urgida por unas ganas que sacuden su sexualidad adormecida al ritmo del pop neoboleroso de algunas de las más lindas canciones del rock nacional, y hacerlo sin que nada de todo eso se manifieste abiertamente ni la “incrimine”? El sugestivo diseño de la tapa de Murmullos en alguna ciudad, que imita la pantalla de un chat de WhatsApp, provee algo así como el trampolín para dar ese salto hacia una experiencia alternativa casi en modo avatar. Pero en el comienzo, antes de la virtualidad sexy y clandestina, y antes de la carta, los mails, las fotos y los videos, hay un statu quo, el del plantel de la oficina del Ministerio, que por su dinámica se pone al servicio de la réplica y tiende a confirmar, más o menos, todos los clichés que en la imaginación de los privados se agitan cuando se habla del “empleo público”, y una aparición: Herman, “como Germán pero con hache y sin acento en la a”. Más joven, lector, aspirante a cineasta y dueño de un sex appeal que licúa todas las asperezas que pueden encallecer el deseo, consigue mover las estanterías del gabinete Lucre. Su estadía en el Ministerio es corta, pero incandescente. “No me gusta que me guste así”, dice ella. “Quiero a mi marido y a mis hijos”. Pero le gusta. Y en esa tensión entre amores de diverso calibre empieza a jugarse lo más jugoso de la novela. Imágenes explícitas de uno y otro lado ―“los chicos durmiendo conmigo”, el primer colectivo de la mañana, el pasillo de los lácteos en el supermercado; el imperativo “mostrame, juguemos”, la lencería rojo sangre, los desnudos y las poses para la cámara― le dan algunos de sus varios clímax y contrapuntos. Las canciones “Risa”, “El colmo” y “Rubí” acompañan esa transformación. El elenco de personajes secundarios, ajustado impecablemente a su papel soporte, y la escenografía, ligeramente anónima ―o sutilmente marcada―, entretejen sus tonos apagados para que nada nos solape lo esencial, aquello que piensa, siente y hace Lucrecia consigo y con Herman. Preámbulo de una consumación latente, esta última novela breve de Natalia Brandi, narradora y docente de talleres literarios que reside en la ciudad de La Plata, se lee al calor de cierta ensoñación adolescente, como el anteúltimo pico de adrenalina juvenil y rebelde que viene a sacudir la vida plana de su protagonista.
Natalia Brandi, Murmullos en alguna ciudad, introducción de Julián López, Mil Botellas, 2020, 110 págs.
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