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Hagamos la prueba de leer en silencio como oyendo una nada. El artefacto tiene pocas páginas, son parte de una obra puesta en marcha para enloquecer, cuando enloquecer es sentir entre fantasmas. De alguna manera eso produce la poesía cuando realmente lo es. El libro se llama Nomenclatura turbia y su autor es Alfredo Jaramillo, reincidente. Lo que reitera es la inutilidad de algunas cosas ante la fuerza de otras. En ese libro hay información para el futuro. De ese libro salen estas pequeñas reflexiones.
La poesía de Jaramillo se rige por tandas de irritación contra el mundo. Cuando bajan las aguas, lo que queda son imágenes latentes de personas tratando de destruir una pared para salirse de él. El mundo para Jaramillo es mentira desde el vamos y el hábitat no es otro que la poesía cantada con distorsión, no multiplicada sino recitada con lirismo de duda: ¿somos nosotros o son las cosas las que asignan sentido? Las personas se vuelven animales para rendirse ante el silencio y el silencio las marca; ahí el que sí vuelve multiplicado es el propio Jaramillo. De esta manera apuesta a dar vuelta la taba del rock integrando todo lo que implica su cultura pero apaciguando la arrogancia. Grunge para corazones mansos. Sensación de tonada venezolana también, ese canto mínimo a la naturaleza entregado en la página 14: “Qué hay más arriba del cielo / qué se mueve más rápido que una nube / cuál es la distracción principal de los animales / que sintonizan el ritmo de la vida en silencio”. Como si el rock se hubiese mordido la cola, como si hubiese escuchado todo lo que hubo antes de él y esa información condensada lo diera vuelta como una media. En lo que pienso es en un renacimiento de la poesía a partir de los que escucharon rock para no oír más que la distorsión y en ese trance fundaron una sensibilidad transmigrada, muy probablemente sin buscarlo. La aceptación de ciertas penas indelebles como consecuencia no buscada de las vidas jóvenes errando caminos. El rock como parte de la historia de la estética entendida como repudio del encierro de las almas.
Es el canto entendido como origen, como nacimiento. No hay renacimiento sino grado cero. No hay revancha sino redención. No hay progreso sino poetas al acecho revoleando el lenguaje para fundar uno nuevo, en un pedazo de tierra que viva la tranquilidad después de la paliza. La cuerda ácrata de Jaramillo se expresa en este tipo de acciones. Hay poesía cuando hay acción que marca que no hay “el mal”, sino que hay canallas. En estas poesías los nombres de las cosas vuelven rugosa y material la pátina de vanidad que disimula la estupidez. Jaramillo busca en el fondo de la basura y la muerte un pedazo de calor. Se adjudica para sí cierto sacrificio de quien dice verdades con la voz, pero abrazando con todo el cuerpo. Esto significa que los quiebres de su poesía también guarecen. Es poeta por partida doble: cachetea y ama.
Toda su poesía son escenas en penumbras. Son movimientos de personas densas que viven poniendo la energía en curar la primera versión de un texto sin salida, actitud que nadie puede juzgar. Porque hablando desde un terror contemporáneo se pueden evocar terrores sin más, todos los terrores, toda la poesía.
Alfredo Jaramillo, Nomenclatura turbia, Caleta Olivia ediciones, Buenos Aires, 2016, 34 páginas.
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