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En su primera novela, Musulmanes (2009), Mariano Dorr narraba con falsa ligereza los avatares cotidianos del joven Mariano, a punto de convertirse en padre justo en el momento en que parecía ser el dueño de una Buenos Aires tan cool como quemada. Osvaldo forma un díptico con esa primera entrega, porque se ocupa con igual honrada deshonestidad de la vida infantil de Marianito y, sobre todo, de Osvaldo, un rey sol en decadencia que pone en perspectiva aquel mundo juvenil transformándolo en un mero satélite. Bienvenidos, entonces, una vez más, al planeta Dorr: un planeta atrevido e impune, que vislumbramos ahora desde lejos y en perspectiva, como una estrella brillante que pertenece a una constelación mayor. Si Musulmanes tenía esa obscenidad brutal y deforme de la propia vida desnuda(da) vista con un microscopio, Osvaldo nos ofrece la sutil arqueología de una vida familiar y comunitaria mirada con un telescopio, que sólo deja entrever y conjeturar galaxias pasadas y olvidadas. Como una premonición terrible, Osvaldo pone en escena una especie de Big Crunch, ese momento en el que, según los astrónomos, el universo entrará en su colapso final: somos testigos de una implosión, una lenta contracción producida por una energía negra de naturaleza desconocida, en la que el pequeño y frágil planeta Dorr —a veces cándido, otras descarado— busca hacerse un lugar.
El niño Dorr, como la niña Margarita (la hija pequeña de cuya espera se cuenta en Musulmanes), se ve involucrado en una historia que lo arrasa a la vez que —como en el dictum antiguo que Nietzsche hizo propio— lo hace llegar a ser el que es. Pero ¿quién es Dorr? A veces, un estudiante de filosofía enamorado de la carrera de Letras (un auténtico chico-Puan), que se burla de sí mismo y de los sádicos rituales a los que se somete gozosamente. También un padre afectuoso e irresponsable, intelectualmente enamorado de la idea de tener una hija. Otras, un médico político ilegal e irreverente que lee a Lacan con Nietzsche para ironizar sobre una ley paterna que se convierte rápidamente en fortaleza fraternal irrompible. Siempre, un amigo agradecido y fascinado por el amor de los amigos. No faltan aquí, por supuesto, los largos párrafos de marilynismo explícito, pero matizados con un poco de autocinismo y otro poco de indefensión (el desolador “mi papi” es un recordatorio horadante de la lucha del planeta Dorr contra la creciente desertificación). A su vez, como una trama paralela, se desarrolla una lectura sin concesiones sobre la complicidad de la sociedad civil en los avatares de nuestra historia reciente que, en una posible biblioteca warburguiana organizada según la “ley del buen vecino”, permitiría ubicar la novela en amistosa cercanía de Los espantos (2016) de Silvia Schwarzböck y su análisis de los “niños-mierda”.
Como en la dialéctica suspendida entre el musulmán y el testigo, la vida del protagonista se debate entre la necesidad de decir (“desesperado por el placer de decir” lo vemos asistir, loco, a su examen de gnoseología) y la imposibilidad de decirlo todo (incapaz de decir el horror de una infancia en la complicidad más indigerible con el estado de cosas). Sin autocomplacencias fáciles, este libro narra con energía luminosa la historia de una energía oscura y atávica de la que muchos —los nacidos en una familia de clase media con algún tipo de aspiraciones— podemos sentirnos parte.
Mariano Dorr, Osvaldo, Blatt & Ríos / Las Cuarenta, 2016, 160 págs.
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