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Cuenta la anécdota que W. H. Auden iba cruzando los Alpes en tren junto con dos amigos, quienes a cada rato soltaban gritos de pasmo por la belleza del paisaje. Mientras tanto, el poeta viajaba absorto en la lectura de un libro. Sus compañeros lo reclamaban. Tantas veces lo reclamaron que Auden, hosco, levantó por fin la vista, ladró “Una sola mirada basta y sobra” y volvió a sumergirse en su lectura.
No ha llegado hasta nosotros cuál era el libro que Auden leía tan apasionadamente, pero podríamos arriesgar (si no fuera porque la anécdota nos precede por lo menos cincuenta años) que se trataba de Para entender algo del mundo. Ha de ser un libro más intenso que la vida misma, y este libro lo es. Todo desborda, todo derrama fuerza, dirección, energía y anhelo en estas páginas así de intensas, o que al menos nos recuerdan que la vida, bien mirada, tiene y tuvo siempre esa intensidad. Aunque de lectura ágil, plagada de aventuras, toques humorísticos y crímenes de pasión, es difícil hallar algo más alejado de la literatura pasatista que estos cuatro relatos, en los que no encontramos una sola línea que no esté tensada como la cuerda de un arco o exprimida como una fruta de la que se quiere obtener todo el jugo.
Cuatro relatos: el primero transcurre en un pueblo marcado por viejos rencores, el segundo en una ciudad fantasma de semáforos tumbados y ocupada por perros salvajes, el tercero en una gran montaña y entre nubes “como caballos atados unos a otros”, el cuarto en Mar del Plata, pero sobre todo en el recuerdo de una niña sabia. Se dirá que algunos son realistas y otros fantásticos, pero lo central es la impresión de realidad ensanchada que cada uno de los cuatro construye a su manera. Atisbamos, a través de frases envenenadas de enigma, una realidad más amplia, cortada por reglas que no son del todo las de nuestro mundo habitual. “Un rompecabezas siempre fue algo para dejar inconcluso”, “A una se le prohíbe conocer la razón de su cansancio”, “Para defenderme del miedo creí que todo era absurdo”. La naturaleza es tratada con un respeto casi sintoísta, las abstracciones imponen su dinámica, los humanos tienen su animalidad a flor de piel y sólo sirven para matarse o amarse o destruirse. Clarice Lispector se da la mano con Tarantino.
De estos mundos brotan muy naturalmente personajes, obsesiones y vínculos que se anudan en tramas con ecos de fábula y tragicomedia, pero que sobre todo exhiben la fuerza imparable de lo que late por debajo. Leemos: “Apoyó esta vez el oído en medio de la calle y el calor llegó hasta él. Escuchó un ruido de un tambor o de un corazón gigante. Había algo bajo la tierra”. Es que, mirando al ras de la existencia, las diferencias se suprimen, los extremos se tocan: lo banal coincide con lo importante, la tierra con el cielo, lo concreto con lo metafísico, los lazos de familia con el vínculo animal. Así, por ejemplo, del galán del pueblo se dice que “los que lo despreciaban estaban enamorados de él, y los que lo querían le tenían algo de miedo. No era cruel, ni más malo que cualquier hombre bueno”. Todo lo que aquí ocurre se mueve bajo una enorme campana de compasión.
Estamos ante un libro que no puede ser ignorado: algunos subrayarán frases o las aprenderán de memoria y dormirán con él debajo de la almohada; otros no soportarán su lectura y no pasarán de la página diez. Y está bien. Pero nadie podrá acusarlo de no haber exprimido al máximo la fruta del lenguaje, hasta hacerla soltar esa última gota literaria.
Marcos Zanger, Para entender algo del mundo, Evaristo, 122 páginas, 2019.
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