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La atención demorada en las cosas, el lento paso de las horas y los días, junto con los movimientos ordenados de los árboles, los trigales y el vuelo de los pájaros, configuran apenas la voz de Hugo Padeletti. La acción poética en cada palabra resuena detenida en el paisaje interior del poeta, la contemplación es plena y el ojo es el que narra lo que ocurre por fuera de toda vivencia: “Cada instante / un tapiz diferente, / y detrás del diseño / lo informe que lo expira. / No hay perfiles / de unicornio o dragón / pero sí su circuito: / la atención / del Ojo que nos mira”. Se produce un encuentro lleno de vitalidad con el mundo. La visión reúne en un mismo plano sentimental los contrastes de lo real entre luces y sombras, silencios y sonidos de animales que parecen hablarnos para recordarnos nuestra condición terrenal: “Un pájaro se puede detener / en la punta de un árbol y abarcar / la inmensidad del cielo. Yo también, / sentado frente al muro, / me detengo en la punta / del álamo y contemplo / la inmensidad. La surcan pensamientos / involuntarios”. La poesía es un ejercicio contemplativo de un resplandor que nos encandila y ante el que se suspende lo percibido en un presente continuo e inagotable.
Qué es la escritura sino un punto donde la emoción encuentra su correlato con nuestra mente, un registro de la vida sostenida de manera cíclica que corona el sentido de lo que ocurre ahora mismo. No hay futuro, ni presente, ni pasado, por fuera de la realidad mental, ni tampoco existiría un dibujo resuelto de nuestro yo y, aun así, la claridad con la que el poeta percibe el núcleo del corazón y de nuestra identidad nos desborda: “sereno, transparente, luminoso, / ¿quién soy / yo”. Lo que existe es un aprendizaje en la trama personal que implica reconocer el centro del vacío donde se desarma nuestra sensibilidad y se disuelve cualquier pensamiento.
El poema es materia y metafísica a la vez; y podría decirse que algunos versos son canciones que dialogan con el canto de los pájaros de provincia: “Entro en la noche violeta / con el caballo. / Mi corazón que es negro como el tordo / busca su canto” ¿Acaso la naturaleza no se nos brinda con un ritmo propio, con su música y sus formas singulares, a veces imprevisibles e intraducibles? La escritura es un país donde lo perdido seguirá perdido, un territorio dedicado a la ausencia, un árbol cuyos frutos arden amontonados en nuestra conciencia.
Hay en Padeletti una actitud zen en que la espera se hace acontecimiento. “Es cósmico apetito como / marejada, / o agujero sin fondo / hacia la nada”. No hay resistencia frente al fluir del tiempo ni frente a las diferentes modalidades de la pérdida. La experiencia es un ideograma que reclama ser leído en su complejidad, atendiendo a cada trazo de manera cuidada y al todo y a las partes a la vez: “Todas las rosas son esta rosa, / todas las eras son esta hora / que gira inmóvil / y se demora. / Todos los huesos son este hueso, /todas las huesas son esta fosa, / todas las prisas son esta prisa / que pesa y prisa, / que posa y pasa”. Lo efímero encuentra su eco en la continuidad fuera de nuestro eje temporal, lo único que se repite es el cambio y la transformación, el presente tiene un resplandor dorado que atesora la raíz del mundo sensible.
En fin, el poeta es un jardinero para Padeletti, y puede ser un oráculo que, con inocencia, y modestia, aprendió a curar todo lo conocido y todo lo dañado. Un jardinero que siembra estrellas bajo la gramilla, cuida del frío las flores y alimenta a los canarios con su mano luminosa. Y el jardín sería su hogar entonces, una casa donde florece lo que no se dice, o también podría ser una antigua cajita japonesa en la que se guardan las cosas queridas todavía intactas y radiantes.
Hugo Padeletti, Poemas completos, Adriana Hidalgo, 2018, 1052 págs.
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