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A diferencia de los trabajos precedentes —Los lindos (2018) y Diez mil kilómetros de distancia (2019)—, donde la fotografía o el recuerdo visual funcionan como disparadores, esta nueva novela de Yamil Dora apuesta a narrar entretejiendo esas imágenes, haciendo que el relato se construya con ellas y no a partir de ellas, mediante un entramado doble.
Por un lado, cada uno de los noventa y siete capítulos se encuentra compuesto de fragmentos de escenas de distintas épocas de la vida del protagonista, sincronizados con sutileza y amalgamados en virtud del modo indicativo presente que impera por completo en el relato. Por el otro, la sucesión de capítulos va tramando una historia mayor, con pequeños o grandes saltos temporales, digresiones y sueños, y culmina en un punto en el que cada uno de los episodios desplegados se cierra sobre sí mismo, aunque con una clara unidad tácita.
Del protagonista-narrador sólo sabemos lo que aparece, lo que ocurre ante él. Ya sea por acción, rememoración o figuración onírica, el relato responde a la experiencia de la imagen visual y el lector siente que cada capítulo, y por extensión la novela entera, opera como un repaso de fotografías desordenadas (tal como lo enuncia el narrador en el capítulo 47). No obstante, los fragmentos que se hilvanan guardan entre sí vínculos subterráneos, y cada capítulo termina percibiéndose como una especie de aleph personal ante los ojos del personaje y, por qué no, también del lector.
No es casual que muchas de las acciones que realiza el protagonista consistan en encontrar fotos, abrir cajones, recuperar objetos perdidos, reconocer en las cosas viejos olores o restos diurnos de sueños. El enfrentamiento con las imágenes íntimas, en tanto partes del álbum familiar, denota un mensaje que al personaje le resulta único y marca la decisión de entregarse a un estilo despojado cuyas oraciones son percibidas como teselas sintácticas en pro de la construcción de cada capítulo, cada pequeño aleph, reiterando su estructura en la sucesión de estos para que las distintas historias que se abordan terminen fundiéndose.
De esta manera, gracias a su desafío narrativo, a su inquebrantable fe en lo inmediato de la voz, Por la vereda con sombra nos invita a vivir la historia de su protagonista recuperándola en el tiempo inagotable de la imagen y, a la vez, a disfrutar de la poética de un relato cuyo montaje sutilísimo nos sumerge en la asfixiante marea del presente sin por ello dejarnos naufragar en él.
Yamil Dora, Por la vereda con sombra, Palabrava, 2020, 120 págs.
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