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Hay poéticas que buscan hacer del verso algo ligero como un agua que corre o un viento de primavera: brevedad, cierta lisura, concisión, cantidad elegida de palabras y materiales que se combinan y repiten con variaciones, elipsis. Cuando esas opciones están en relación con una visión del mundo que hace de lo mínimo, la humildad de las criaturas, una expresión de vida, de gracia y de belleza, tenemos los poemas de Alejandro Crotto.
“Quiero” dice Crotto, y lo que quiere es celebrar un misterio sin nombre en cada poema: la vida misma. No es la idea de la nuda vida, sino de lo creado, como un delicioso juego de cajas chinas infinitas. “Algo adentro de algo, / algo al lado de algo, / algo encima de algo, con algo encima”, dice el poema “Qué es el amor”. Pasa del franciscanismo a la idea —de larga tradición— según la cual todo está relacionado con todo. Lo que le interesa a Crotto no es la dirección ascendente de este movimiento sino la inversa: el viaje hacia la hormiga, la abeja, la semilla, el breve curso de agua de un arroyo.
Para captar lo que está en juego ahí, el poeta debe volverse sobre todo alguien que escucha. Es en los ritmos mínimos, en el volverse uno con cada criatura, donde los poemas encuentran su voz, y se despliegan casi como monólogos dramáticos de seres que adquieren su importancia en ese mismo hecho de decir desde su propio lugar: uno, el más humilde, que condensa la grandeza del mundo.
La levedad es también un engaño y ahí los poemas apuestan su riesgo: hablar del misterio de lo viviente, del orden o desorden del mundo, del amor, de la aceptación del sufrimiento, en el tono más ligero y con palabras no solemnes. No sólo actualiza así una lectura de textos religiosos de diversa índole, sino que crea una voz única que desde un lugar insólito dialoga con el lenguaje contemporáneo, como quien, desde la tersa rima, compusiera un canto dantesco para dolerse de la mentira y los mentirosos, de ese mal uso del lenguaje, como hace en “El murciélago”. La sólida formación poética y el dominio de los elementos del verso le permiten moverse con comodidad en ese espacio, que arma sentidos y convoca desde la versificación, la rítmica, la métrica, la rima, la construcción en el cuerpo del poema de símbolos o imágenes trabajados en su profundidad y su levedad al mismo tiempo, y el trabajo sutil que parte del oxímoron o la contradicción para difuminarla suavemente, “Porque la luz del sol es lo que hace / que se abran, rompiendo la piedra, las raíces / los árboles están plantados en el cielo”. Por momentos, las elecciones, como las que hace en la sextina, los pareados de “Cómo hacer un arroyo” o la ejecución impecable del terceto encadenado (no hay que olvidar al fino traductor de, entre otros textos, el Infierno que es Crotto), en las rimas internas, aliteraciones, rimas con variaciones, hacen resonar un matiz conceptista en lo formal, en la línea de Padeletti y Rosenberg. Esos ecos y esos hallazgos arman entonces otra línea de poetas argentinos y se reciben con una sorpresa gozosa.
El libro invita a afinar el ejercicio de la escucha, a querer, como dice el título. Impone un tiempo y un ritmo propios, invita al silencio, la vocalización y, sobre todo, la relectura, “como el que va empapándose / de una lluvia invisible”, para dejar que ese entre-sonar y su entre-pensar hagan crecer, desde la semilla, una emoción profunda, que florece y se vuelve fruto, o miel, hasta que el sujeto —de la escritura y la lectura— no sea sino uno con todo lo creado, y su historia, la del eterno recomienzo de lo vivo: “Este viento me cruza y enamora, / y lo que dice en mí lo dice ahora”.
El poema vuelve a sus orígenes: canción, palabra, plegaria, ligazón con algo sagrado, tanto más cada vez que el yo se disuelve en lo mínimo y queda como puro sonido, voz o rumor de agua, zumbido, música de unos nombres que tintinean en el poema, para realizar, como género performático, esa aceptación de lo viviente en su sí, “quiero”, “quiero escuchar sin entender mil veces”.
Alejandro Crotto, Quiero, Audisea, 2023, 72 págs.
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