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¿Qué retorna en el nuevo libro de Arturo Carrera? Es una pregunta que al mismo tiempo disimula otra acerca de lo que avanza y se expande luego de la publicación de los tres tomos de su poesía reunida hace pocos años. En primera instancia, podría decirse que Ritornelos es un libro sobre la memoria donde se evocarían ciertos motivos: un viaje, un acontecimiento climático excepcional, la nueva infancia de una nieta que deletrea los juguetes anteriores a su nacimiento, el primer baile de una continua danza conyugal. Pero lo que vuelve aquí, y por eso avanza en la incertidumbre de la lengua que constituye su ritmo, no es la novela de la vida, sino instantes, deslumbramientos que desaparecerían si no fuesen escritos. Y casi diríamos lo contrario: si no se escribiera, de no seguirse escribiendo, no existirían acaso los árboles, la nieve, los juguetes ni el carnaval de pueblo. Las sensaciones, entonces, tienen que volver, tienen que ser llamadas a la blancura del papel una por una; cada fragmento, cada notación pintará luego rayas, puntos, asteriscos, ideogramas, que a la distancia serán el horizonte del poema, de ese ritornelo en particular.
Por cierto, el ritornelo es una noción musical, pero en estos poemas el ritmo se convierte en trayectos: salidas y entradas en el motivo. Si se trata de registrar los bucles de una estadía en una ciudad de Suecia, nada habrá de describirse como paisaje completo, antes bien cada árbol, sus nombres, sus colores, su vieja serenidad, será coloreado de nuevo, interrogado. “¿Qué necesito de estos árboles?”, pregunta el poeta. La interrupción del fragmento difiere la respuesta para el día siguiente o el instante siguiente, cuando dos árboles hablan y cortan la respiración del mundo, esa prosa de la necesidad en la que parece que vivimos.
Y también la nieve, que se dio una sola vez, casi única en la vida de una región sin nevadas, no deja de hacer ingresar en territorios que ya estuvieron y que quizá estarán. Toda la historia de la contemplación de su blancura, que se convierte en meditación sobre lo efímero, toda la inminencia de que se derrita y se borre un color aplicado sobre las cosas, los seres (un perrito, por ejemplo, blanco en la blancura), los objetos de amor, retorna como notación del acontecimiento. Las imágenes se borran con la vista (de hecho, el “Ritornelo de la gran nevada” cuenta la eliminación involuntaria de las fotos sacadas en ese paisaje, que se sustrajo al registro como el azar al cálculo), pero siempre vuelven, retornan en palabras. Esto quiere decir que el ritornelo con su bucle rítmico avanza, diagrama otros días que pueden advenir, como “un resto de felicidad que casi alcanzamos”.
¿Y no retorna como avance también la niña del poema “Juguetes”? Retorna a la tarea sin planes del descubrimiento, de la interrogación a los hablantes y a las cosas o los juguetes, que se suponen mudos. El poeta puede ver de nuevo la mirada de la niñez, pero sólo porque en este caso no se parece a nadie, la “abejita” que transporta granos de polen imperceptibles de un lugar a otro —“el silencio / de unas sombras brillantes que te miraban”— describe un recorrido singular, absolutamente nuevo. Y el porvenir se abre como una flor que no se hubiese visto, como una mano: “y eran tus deditos / lo que veíamos. Una pulserita de plástico / con tu nombre y la hora / de tu nacimiento —como si la dicha / nos agendara”.
El ritornelo final tiene como título un nombre propio, que coincide con la compañera del poeta de toda la vida, si vale decir acá esta infidencia. Pero vuelve también una niña disfrazada, en un carnaval que sólo la poesía puede traer hasta el presente, donde una maestra ficticia da órdenes llenas de gracia y baila un largo rato con un chico disfrazado de conejo, que va a escribir poemas, mágicamente, algún día.
Arturo Carrera, Ritornelos, Audisea / Reflet de Lettres, 2018, 82 págs.
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