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Que un libro de poesía venda tantos ejemplares (más de tres mil) en estos tiempos es un fenómeno para pensar: ¿qué nuevos vínculos con los discursos menos representados puede establecer la poesía? Desde un primer momento me interesó cómo este libro puso en tensión tres factores: una recepción masiva nada habitual para el género, un flujo de lecturas torpes pero de cierto poder que truecan argumentos literarios por fuegos marquetineros para descalificar lo que leen como un tono confesional falto de verdadera poesía y, por otro lado, la calidad de una escritura mucho más compleja de lo que parece. Veamos, desde este último factor, algunos aspectos sustanciales.
La textura autobiográfica no cae en una narratividad plana sino que mediante un procedimiento de impactos en cadena, con frases como “del barrio hay que irse rápido” o “escribir / es hablar de amor / cuando se termina”, produce un ritmo siempre en avanzada. No hay tibiezas ni porciones de “poesía” envasada, todo lo contrario: lo que sobresale es la decisión de una escritura que se planta con sus propias armas. Si se desprende de cierta línea intimista de poca espesura, que abunda en nuestra poesía contemporánea, no lo hace yendo hacia el extremo opuesto (lo que podría ser una ruptura lógico-formal), sino generando su propia sintonía desde un qué y un cómo decir. Hay mucha belleza en ese juego de Giaganti, como deportistas que encantan con un estilo más allá de los resultados. Un jogo bonito de la poesía, algo así. “En el Italpark me gastaba la chequera de los juegos / en la pista de Indianápolis / me estaba preparando para un movimiento / que ahora veo no termina nunca”. El gasto material de la fugacidad es uno más de esos “movimientos”, como también lo es la escritura. No me parece central enfocar el libro como un trayecto de aprendizaje, sino más bien pensar cómo aquello que se nombra tiende a irse del lugar. Las fugas, en diversas manifestaciones a lo largo de la obra (del padre, de la novia, de los recuerdos, de un cigarrillo tirado por la ventana), abren la pregunta por el precio del instante. Y es en esa economía donde tanto la construcción del género como la legitimación de los sentimientos se vuelven hechos políticos. Esas tomas de posición abren en el caso particular de Giaganti posibilidades de disidencia textual que no se limitan a “poetizar” consignas ni a adoptar una retórica (¿será eso lo que le reclaman un tanto faltos de valor para ir por lo propio?). Lo que hace es todo lo contrario. Más bien se trata de una política de demolición y de reconfiguración que resulta original en la reciente poesía argentina. “El colegio y casa eran / una cadena rota en mi cabeza”, es esa cadena rota la que también genera un engranaje singular para percibir el costo de lo decible; inventarse el derecho de desdecir o decir otra cosa, atribuirse sin tributos al sistema heteropatriarcal la posibilidad de sentir-y-decir, y de hacerlo con una forma no respaldada por la historia literaria masculinizada de los manuales clásicos.
“[S]in gracia, sin aureola, sin tregua”, estas palabras corresponden a Pizarnik, en Extracción de la piedra de la locura. Así cierra un fragmento que inicia con “Escribir es…”, y así también Giaganti prescinde de todo ello porque puede crear su propio lugar. Con los elementos colectivos que su deseo convoca, con los diálogos que elige cruzar o soltar en su escritura, Tarda en apagarse le sigue moviendo el piso agrietado a un mundo viejo.
Silvina Giaganti, Tarda en apagarse, Caleta Olivia, 2017, 60 págs.
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