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Creíamos que el cine era más rápido que la vida y la literatura un poco más lenta; que la literatura era un reloj que adelanta y que sólo el cine podía esculpir el tiempo. Pero no. O mejor dicho, no siempre. Deslizándose por la superficie de la frase como si fuese pura emulsión de película, Martín Rejtman ha inventado otro tiempo para el relato, un presente elástico y proteico que arrastra al lector en la corriente, como si sólo así, a 24 cuadros por segundo, la literatura pudiera alcanzar cierta fidelidad a lo que cuenta. Lejos de empobrecer la visión, la velocidad faceta el paisaje con un desfile imprevisto de lugares muy concretos –desde una terraza de Almagro hasta una Escuela de Hot Yoga en el Koreatown de Los Ángeles– y acompaña los recorridos insólitos de unas vidas que se cruzan y cambian de rumbo como en un pinball, hasta darle a la sucesión de peripecias –prodigios del realismo redivivo– una cadencia propia que se parece bastante a la vibración real del presente.
“Solía concebir un arte bajo la forma de otra”, decía Proust de Balzac, que medía su comedia humana en el espejo de la pintura. Rejtman viene intentándolo con el cine desde la versión doble de Rapado, y aunque Rapado-la película lo convirtió en “padre del nuevo cine argentino”, basta leer Velcro y yo y Literatura y otros cuentos para comprobar cuánto ganó la literatura y marcó a otros escritores. En sus últimos Tres cuentos, el tiempo se ha vuelto todavía más maleable, la geografía del pinball, más amplia, y los saltos de imaginación, más sorprendentes. El protagonista de “Eliana Goldstein” es capaz de ocupar páginas y páginas buscando por Buenos Aires la única variedad de marihuana que convierte en música celestial los alienantes arpegios de su vecino pianista, mientras que Lara, embarazada en una noche de borrachera al comienzo de “Este-Oeste”, puede dar al hijo en adopción e irse de viaje de egresados a Bariloche en la misma frase. Cuando Esteban, promediando el mismo cuento, queme su cabaña en una residencia de artistas en Estados Unidos y se escape con un escritor californiano hasta la costa Oeste, es probable que el lector ya no se acuerde de que Esteban es el padre del hijo olvidado de Lara y que Lara, que ahora está en Chile con un noruego que trabaja para una ONG europea, tampoco lo recuerde. La vida pasa. El sentido y el pathos sólo se intuyen en las ondas expansivas, que la literatura registra como en escala de Richter. También la gama de tonos es más audaz y variada en Tres cuentos. Si en los primeros la velocidad lleva al paso de comedia como en el cine de Tati o Preston Sturges, en el último, el colorido mundo de Rejtman por primera vez se oscurece de veras, con estallidos crecientes de violencia bruta, desde una pelea callejera en Puente Pacífico hasta un campeonato de rugbiers energúmenos en las sierras cordobesas. Para 2013, lectores y espectadores atentos, Rejtman promete una película.
Martín Rejtman, Tres cuentos, Mondadori, 2012, 286 págs.
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