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“Después de eso, podría entregarme a mi dolor”. Lo que gira alrededor de esta frase es ni más ni menos que la organización de los libros que dejara Sergio Chejfec tras su muerte. La escribe su compañera Graciela Montaldo, tal vez como racconto de los meses irreales que siguieron a un suceso que muchos compartimos con pesar. Pero, al mismo tiempo, abre una maravillosa historia de amor que se cifra en los libros que van y vienen a través de los años en tres bibliotecas: la de la casa familiar, la del estudio que ocupara Sergio y la “biblioteca argentina” que fue promesa de regreso, primer bien común y obsequio de la pareja a diversos amigos, como también motivo de mudanza hormiga entre Caracas y Nueva York. Siempre en “movimiento”, los libros no sólo se ordenan para “transitar el duelo de una forma acompañada” hasta llegar a esa nueva relación ya “a solas” con ellos, sino que también se ordenan para contar “una historia de vida compartida”, que va desde una dedicatoria de cumpleaños en un Tristram Shandy de 1982 a una frase subrayada en Auster —último libro que Sergio leyera— y que es su literatura: “Al recordar ahora esa época, me veo reducido a fragmentos”. En justa perspectiva, ese pasado se salva en la ilusión de estas palabras: “Tuve suerte de conocerlo tan joven; visto así, en términos contabilizables, creo que tuvimos buen tiempo para compartir”.
“Catalogo la biblioteca” abre esta edición de Ninguna Orilla, que trae un diario de viaje y un ensayo en el que Chejfec trabajara hasta su internación. En 2014 ambos atravesaron Estados Unidos y llevaron un blog para ese periplo. El resultado es una mirada que, como pocas, se complementa en un equilibrio asombroso de humor, ironía, inteligencia e ingenuidad, que va más allá de lo escrito en escenas de una intimidad en viaje. A las digresiones vacilantes con las que Chejfec poblara sus novelas les siguen los procedimientos metódicos que hicieran de los libros de Montaldo artefactos-espejo en cápsulas de tiempo. Así, museos de pequeñas ciudades —el del alambre de púas en Texas—, cafeterías —con un Molina Campos—, desiertos —la mítica Área 51—, autopistas y rutas interminables —la 66—, casas de escritores —la de Faulkner— y fábulas culturales —la pantagruélica ingesta del bistec más grande del mundo— aparecen en ese gran texto por leer que Estados Unidos siempre fue para ellos. Que no se diga quién escribe qué hace las delicias del lector, ya que este imagina la risa ante las ocurrencias de uno y otro, creyendo identificar a quién pertenece cada una, cuando es engañado por la ecuanimidad sentimental de entradas como esta: “ESTADÍSTICA. Durante el viaje: Recorrimos 26 estados Dormimos en 22 ciudades Manejamos 7.850 millas (14.082 kms) ¡Obtuvimos 0 multas!”.
Invitado a una bienal de arte en la India, Chejfec se despide narrando una de esas excursiones que lo tenían como protagonista de las peripecias extrañas que regalaba a quienes tuvimos la suerte de conocerlo. Ínfimas gentilezas del asombro y obsesiones infantiles en la edad de su escritura son siempre su modo reconocible. Así, una pregunta de su valet hindú, “Are you 1 or 2?”, dispara la “disociación”, el “desdoblamiento” espiritual del sujeto cuando, en realidad, sólo buscaba saber cuántos ocuparían el taxi. La distinción de Chejfec viene entonces en el después del ingenio, en la risa melancólica, cuando escribir es aquello que se descubre en la última frase: “El escritor es un fantasma por naturaleza que asiste a una doble condición de sí mismo. Realizar esa condición abstracta que proyecta todo autor: escribir y desaparecer tras lo escrito”. Que esa frase llegara tan pronto es sin embargo un sinsentido del asombro amargo que jamás entenderemos.
Graciela Montaldo / Sergio Chejfec, Tres piezas, Ninguna Orilla, 2024, 122 págs.
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