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Desde sus inicios, la obra de Sonia Scarabelli se distingue en el panorama argentino por su claridad reluciente. Entregada a una búsqueda de blandura y plasticidad, Scarabelli basa su poética en un verso donde la cuerda del habla es recorrida lentamente por la voz que, como un equilibrista, a cada paso sopesa sus movimientos más tenues y olvidados. Este nuevo libro se inscribe en esa línea, consolidando sus rasgos y a la vez ampliando sus espacios de labor.
Si bien consta de dos partes, “La enseñanza del dibujo” y “Últimos veraneantes de febrero”, la apertura se nos presenta a través de un poema suelto, “Ni para contar cinco”, que de alguna manera vale como umbral entre los libros anteriores y este. En él se concentra el punto del camino al que la voz ha llegado y se nos advierte por dónde vamos a seguirla: la recepción de una vida y el tiempo que esta requiere para ser vivida, liberados de las pesadas vestimentas de la especulación, confiados a las palabras que salen de la boca como notas del pico de un pájaro.
“La enseñanza del dibujo” nos coloca en el mundo del “cristalino y su soledad ante las cosas” (“El maestro de dibujo nos enseña que no hay totalidad”). Así es como el ojo se vuelve inocente y ávido, desmemoriado. A través de él, todo puede ser acogido con gracia y sencillez, pero sólo porque es esta última la que prevalece (“Conversación en la mañana de noviembre”), y las imágenes se vuelven correspondencias móviles intuidas entre un fragmento de la visión y una emotividad experimentada que lo subyace: “Ahí posada y no rasante / ligera al viento era / ligera todavía. // ¿No es / guardar el nido, acaso, / también una manera // de entrar migrante al tiempo / donde se cierra igual / la curva de otro viento? // Y el intento / de dejarse llevar estando quieta / ¿no respeta // esa suave genética del hueso / hueco y el aire espeso? // Si la vieras / como la vi ese día / posada en el alambre / inmóvil / volando todavía”.
En la segunda parte, la balanza de la percepción se inclina de las cosas a la emotividad y nos convoca a un encuentro con el núcleo mismo de los afectos mediante el diálogo o la rememoración. De esta manera, el poema “Últimos veraneantes de febrero” se yergue como una especie de himno de los desposeídos o, más bien, a la desposesión. A modo de sinécdoque de esta parte del libro, la anáfora del verso “somos los últimos veraneantes de febrero” abre un tono alto en el que las palabras más modestas se convierten en campanadas sacudidas por quienes se encuentran “traspasados por el miedo / ante el fácil deslizarse de la vida / hacia otros cuerpos y otras / miradas felices”. Pero a pesar de los embates, la emoción sensitiva no se abolla y se vuelve, no un color, sino un material —como en “Zavalla, 1975”, en “Viene la tía” o en “Chá Chá Chá”—, del cual se alzan las voces, nutriéndose de una interioridad que late en el paisaje, en la música, en el sueño.
Hay un aspecto más que hace a la identidad de la poética de Scarabelli, y es la esparcida pero constante aparición de arcaísmos, de modos abandonados, que impresionan como una presencia fresca, casi oral, que nos hace paladear la propia lengua. Sintagmas como“veme viniendo”, “rama de azar”, “la sin palabras balanza que sopesa”, “cuando la pluma china de su timón se abre danzante contra el cielo”, “silencioso sigilo de todo tejedor”o“ave más hermosa yo no he visto chapoteando en la playa del desastre” nos hacen volver la cara, sonriente de deseo, hacia el costado más sedoso del español y nos remontan, por ejemplo, a la herencia de José Martí.
Sonia Scarabelli, Últimos veraneantes de febrero, Bajo la Luna, 2020, 78 págs.
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