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Un cementerio perfecto

Federico Falco

LITERATURA ARGENTINA

En una página web Federico Falco reúne fotos, clips de video, stills de películas, retratos de escritores, obras muy elegidas de artistas clásicos y contemporáneos, curiosidades. Es una especie de atlas personal, un cuaderno de trabajo, una genealogía abierta o, si se quiere, una poética en imágenes. Como en su último libro de cuentos, abundan en la colección los paisajes naturales, las especies salvajes y los encuentros insólitos del arte de hoy, más realistas que surreales. Hay pinares talados, como en “La actividad forestal”, una historia de exilios cruzados que reúne a una solterona expulsada del bosque por las motosierras y a un inmigrante japonés que cultiva claveles junto a un embalse, y también una liebre que se multiplica en “El rey de las liebres”, crónica detallada de los enigmáticos rituales de un ermitaño que vive retirado en el bosque y construye altares con huesos de lebratos. Las más mínimas alteraciones del paisaje, la nueva vida de la mujer en la colonia japonesa y los ritos del ermitaño se describen con precisión, pero los motivos de la añoranza de los pinares o del exilio en el bosque no se detallan. Falco es cordobés y se intuye que conoce bien la variedad sutil de las especies que tapizan las sierras y los prados, y también el paisaje humano de los pueblos que inspiran los cuentos, pero como en los relatos de los grandes cuentistas que reúne en su galería –Chéjov, Katherine Mansfield, Cheever, Lydia Davis— la geografía acotada e incluso la medianía de los personajes se expanden con la excepcionalidad del foco y la profundidad de la mirada. También el tiempo se expande, hasta cubrir el arco completo del despertar sexual de una chica de pueblo, prendada de un pastor mormón en “Sil y la noche oscura”, o ultimar los detalles de la obra maestra que diseñó con celo obsesivo el ingeniero de “Un cementerio perfecto”. El bastidor se amplía con el elenco variado de los segundos planos, pero se tensa con las fuerzas encontradas y los contrastes que van puntuando el avance, y vibra en la frase con la enumeración precisa de los olores del mormón que enamora a la chica, por caso (el “olor a niebla y pasto, a fogata de leña verde, a tintineo de rocío”), o las especies de la arcadia que el ingeniero imagina para el cementerio (“un punteado de araucarias y pinos Paraná abiertos como sombrillas”, “agapantos, agapantos, muchas azaleas”, “una hilera de hayas y magnolias que orienten la mirada”, “un gran semicírculo de sauces llorones”). La destreza del narrador se deja ver sin alardes en la originalidad de las tramas (¿quién dijo que todo ya fue contado?), en la economía y la naturalidad de los diálogos (también Puig está en el atlas) y en la observación fina de un gesto que cifra el motivo central del relato: a las japonesas que reciben a la lugareña en la colonia y quieren tocarle el pelo, la cabellera enrulada se les antoja “una correntada de agua seca”. Como en las fotos de Diane Arbus o las pinturas de Peter Doig que Falco sumó a su inventario, el realismo no está reñido con el misterio del paisaje natural y humano. La muerte y la soledad campean desde el título en muchos de los relatos, pero la compasión franca del narrador por los personajes les regala la llama modesta de un encuentro, una aparición o un amanecer soleado.

Desde 222 patitos, los libros de Falco han ido ganando en imaginación narrativa, sutileza verbal y hondura, méritos que no siempre aparecen reunidos. Un cementerio perfecto roza la perfección, si cabe la redundancia.

 

Federico Falco, Un cementerio perfecto, Eterna Cadencia, 2016, 176 págs.

23 Jun, 2016
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