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El libro de Eloísa Oliva, breve como suelen ser los suyos, contiene poemas en prosa, divididos en cuatro secciones, que llevan los nombres de las estaciones del año.
El texto está puntuado así por el transcurso temporal, y toma la forma de pequeñas entradas de diario, sin fecha ni detalles, que dan cuenta de estados del pensamiento, del afecto, y destellos de percepción, que se suceden y yuxtaponen. No hay anécdota, pero hay tiempo, o tiempos, que arman una fina ilación entre los estados, tiempos en que se combinan la destrucción y la resistencia. Una casa en demolición, una pareja que se quiebra, pérdidas. Lo que dejan estos poemas-notas son preguntas que, como migas de pan en el camino, marcan un trayecto que va de ninguna parte a ninguna parte (nada se resuelve en suma) y que son poesía.
La poesía está ahí en lo que el ojo mira, en lo que la escriba decide anotar, en el corte del poema que enmarca el pequeño cuadro. Vemos así avanzar un arreglo de un caño maestro, caerse un edificio en demolición, armarse una valija, llover. Cada poema se presenta como una realidad absoluta en lo que dice, y engaña con la sencillez aparente. Como en el primer poema: “Todavía hay polvo en el aire. La semana pasada arrancó una demolición al lado del edificio. Un grupo de hombres trabajó dos semanas para borrar de la faz de la tierra eso que algún otro grupo, hace cien años, trabajó para levantar”.
Hay un espacio que se abre como un significado indecidible, pero su espesor sólo puede ser calibrado por quien lee. El poema, la mayor parte de las veces, no presupone necesariamente un segundo nivel, uno simbólico. A veces enuncia ese doble, pero otras veces lo que el corte marca no es más que la sencillez del vivir sin respuestas, y también, el borde del abismo en que esa sencillez exhibe, como contracara, el vacío, como algo que bascula entre la constatación y el ser afectado.
Así trabaja Oliva: cuando se tiene la sensación de apoyar los pies sobre tierra firme, hay un pequeño deslizamiento, que, como en los viejos dibujos animados, nos deja caminando en el aire, hasta que una súbita toma de conciencia nos hace retroceder para volver a leer. A veces ese vacío de sentido se torna abiertamente hacia la pregunta, a veces se apiña en una breve sensación, que da tregua, o no.
Se presente sencilla o alambicada, nos recuerda Oliva, la poesía se hace de lo que se dice y de lo que se calla. La parte del silencio no es la menos importante aquí, porque es la que insiste en eso que enunció Laura Wittner, como el espíritu de la poesía de objeto: “Las cosas no son signos”. Sin embargo, las recortamos, las pegamos, las iluminamos y exponemos a su misterioso decir y callar, como una tirada de hexagramas del I-Ching, o como poemas.
Eloísa Oliva, Un don sensacional, Caleta Olivia, 2022, 82 págs.
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