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Un imperio por otro

María Gainza

LITERATURA ARGENTINA

Cuando en 2014 María Gainza publicó El nervio óptico, pocos lectores sabían que el revés de esa ¿novela? era una serie de ¿poemas? celosamente guardados. Sin embargo, al leer “en la pulseada diaria, la melancolía le gana a la ambición”, uno podía ya intuir que su prosa venía de un registro anterior; de un orden en lo diario que hacía fuga en la escritura de sus líneas; que hacía de pasaje entre uno y otro mundo: la prosa que no es novela; y el poema que no es poema sino secreto, un deterioro visto bajo la luz de las hojas al caer en vuelos imperfectos. Mucho antes, también, en una reseña sobre Roberto Aizenberg, no podía ignorarse una observación como esta: “los instantes poéticos, no importa dónde aparezcan, siempre abren una perspectiva metafísica”. Cabe preguntarse, esa autora —que una y otra vez hacía señas en la prosa— ¿nos distraía con sus trucos, esperaba paciente la primavera de su palabra o simplemente se escondía?

En Un imperio por otro, Gainza sigue “la peregrina idea de escribir algo encolumnado”, algo que a diferencia de aquello que se desparrama en el horizonte narrativo esta vez crece, se encolumna, adquiere un volumen hecho de espirales en cada verso. Y es que tal vez no sea un libro de poemas lo que finalmente escribió; tal vez cada poema sea las estaciones del arce plantado en su jardín hace veinte años y bajo el cual surgió esta idea —como dice su “nota de la autora”—. Por eso, los poemas se niegan a ser poemas; pues antes son un tronco desnudo, raquíticas ramas, follaje de un motivo al cual se le adhiere la simple distinción de una voz. ¿Qué hay en el jardín de esa casa de barrio —el libro terminado? ¿Qué hay en el retiro de las plantas y la mañana puertas adentro —el libro por escribir, que es una ficción de autor que tiene más de método de vida que de estrategia o posición iconoclasta? La muerte de unos caballos en un accidente de tránsito, un piletero ahogado cual Ofelia coronada, unas monjas —ya vistas por Hopkins— paseando en el Delta y transformadas en aves, o la reconstrucción de la visión de Proust en un cuadro de Vermeer y su muro amarillo es todo lo que puede encontrar quien lea este libro; otro más, otro menos, pero sin dudas, lleno de ecos anteriores. En él no hay nada que reprochar; a Gainza le basta con que las palabras se encolumnen, se reúnan en la anécdota y lleguen lo más limpias posibles a lo despojado de oírse en una voz que dice “de chiquita / ve la cosa y su doble / pero no sabe de Platón”. Y es que toda su escritura es ese no saber que viene de muy atrás en la infancia para apoderarse de la cosa, el en sí, aquello que la filosofía nombra de modos tan opacos. Pregunta, entonces: los objetos que nombra en ese modo encolumnado ¿son el nombre de lo que es porque lo que es sólo puede ser el pasado de una clase? Gainza habla de la pertenencia a un mundo perdido por la vocación de constancia en un presente que, aun maravillado, no puede distraerla de los registros de su agudeza formada. Y esto la preserva y la delata en su lengua única; lúcida de tan aburrida, tediosa de tan inteligente que termina siempre afuera, en la calle de los renunciantes mortales: “Me quedo afuera / de las cosas más básicas / buena parte del tiempo. / No termino de encajar / aunque almuerce con poetas / y en reuniones de chicas / hable a destajo sobre planes / para el verano, casas en alquiler, / perros de raza”.

Así, encolumnar palabras es un modo de dejar atrás la vida ajena, de ir hacia lo que menos se conoce, como Viel Temperley ya lo decía de su cuerpo enfermo; la palabra encolumnada es la moneda que vale el otro imperio, la trama rasgada de un tapiz en una habitación a la que ya nadie entra para mirarse, porque ver, al fin y al cabo, es la fábula de morir contada por Acteón, el que viendo es visto: “Puedo imaginar la escena final, vas en vestido / y zapatillas rotas / una figura ligera sobre la proa / de un barco que se hunde / junto a las vacas Hereford / y la porcelana de Limógenes. / ¿No es hora de desarmar el tejido? / ¿repensar la trama, / la tensa urdimbre genética / que definió el tapiz hace siglos?”. Llegará entonces el futuro de estas palabras, su desentenderse sin más; pero su presente habrá sido siempre la extrañeza, ¿qué hacer con uno ahora que todos miran la columna de ese arce en el jardín prenderse fuego, envejecer?

 

María Gainza, Un imperio por otro, Mansalva, 2021, 92 págs.

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