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Un largo río es esa clase de libros de cuentos que incluyen diferentes tonos, argumentos y personajes, para encontrar su consistencia y unidad justamente en lo variado de su agrupada confección. Pero siempre el título es una pista y un énfasis, la marca de lectura; además, en este caso, es el título de uno de los cuentos. Y Pía Bouzas dispone en ese cuento una dramática —en los dos sentidos— escena familiar. La madre de la narradora agoniza de una enfermedad terminal cuando viene a visitarla su ex esposo (el padre de sus hijas, padre de la narradora). La mujer que agoniza apenas puede reaccionar y el envejecido ex esposo se diluye en dolidos lugares comunes. La hija —nunca más expresiva la palabra—, una mujer joven ya no tan joven, refiere la situación con un lenguaje que amontona pensamientos equivocados y ansiosos. Sin embargo, cuando el padre se va y la hija vuelve a la habitación, la madre logra articular su furia. “¿Qué tenés, mamá?”, pregunta la hija; “Bronca”, contesta la madre. Minutos después muere, rodeada por el coro de hijos que lloran y se consuelan mutuamente. ¿Naturalismo antique, a lo Zola o Cambaceres? ¿Un realismo que desempolva una vez más representaciones y paisajes populares? Podría ser. Pero en el último párrafo, a través de la hija (la narradora), Bouzas escribe: “yo miré el sol por la ventana, cerré los ojos, imaginé un río, un largo río que nos llevaba a todos, lo imaginé bajo la luz del sol, un torrente cálido que por extraños efectos de la percepción era a la vez sueño y recuerdo”. Ese envión lírico no es tan diferente del final de El fiord, incluso, del final de “Los muertos”. Ante la vulgaridad y la prepotencia idiota de la realidad, la grata belleza de la alucinación, del sueño: un largo río.
Esa operación, Bouzas la sabe administrar —modular, suspender— en el resto de los cuentos. Está en el relato que abre el libro, “El bebé de Geraldine” (cuento salingeriano, tristezas y envidias femeninas propias de “El tío Wiggily en Connecticut”), y en el que lo cierra: “El polaco” (un muchachito embrutecido y urbano, trasplantado al lado B de “Encender un fuego”, de Jack London). A menudo, Bouzas se sirve sin excesos de la erupción a mano del lenguaje plebeyo, de cualquier argot que domine/construya la conciencia de época, para que entonces se refleje la gran orfandad contemporánea. Así, explora un realismo cotidiano y decadente, ligeramente anacrónico; tal vez porque sólo así pueda tolerarse hoy —leerse— el realismo, sin compadecerlo como eslabón inútil del peor discurso reaccionario.
Además, en Un largo río, Bouzas esquiva sin omitir (y se agradece) la fatalidad de género. Las mujeres o muchachas de sus relatos no son víctimas ni portavoces de ninguna otra cosa que no sea la ficción en la que están metidas. Incluso cuando la ficción —como en “Un globo, una nave espacial y un robot tirafuego” o el notable “Hablar en silencio”— también incluye las negadas violencias de la Historia argentina.
Pía Bouzas, Un largo río, Gárgola, 2015, 168 págs.
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