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Una ciudad latinoamericana, si hay modernidad hoy, está en la nostalgia y en los buenos libros que leemos y nos llevan a comparar ese asombro con nuestro tedio. Pero nuestra experiencia urbana, banal por repetida, puede tener aún la posibilidad de un cruce mágico o casual, una intersección. Lo que nos repite como especie, en consonancia con nuestra propia duración, lo que elegimos hacer para pasar el tiempo, es aquello que nos conforma. Pero cambiamos: figuraciones que mudan en fracaso, recorridos en desengaño, nidos que se desmoronan.
Aliado en la tradición poética a la figuración del poeta como “pájaro”, el nido es una imagen que se repite en Una ciudad, de Anahí Mallol. “En esta ciudad / ser un pájaro / es una condena” son los versos con los que concluyen el primer y el último poema, y que forman las alas que se pliegan a los lados del libro, paréntesis en que las ciudades vividas —y las imaginadas— contienen los cuerpos amados y los figurados, los recordados, los perdidos, los deseados, los nidos y las casas mudados.
Si en la infancia el despliegue de la ciudad se figura como “un libro troquelado / lleno de colores y música”, en la madurez la ciudad se multiplica en muchas ciudades, trazadas por la memoria cartógrafa en mapas dibujados en papel de calco que, superpuestos, conforman un “nuevo volumen” multidimensional de la duración. La duración, medida de tiempo fenoménica, se mide en este libro a través del espacio: una ciudad entre muchas que conforman la misma ciudad; espejo de un sujeto que también se descubre muchos, y que conforman su mismidad.
En la duración también lo furtivo es duradero, y el deseo de la poeta es ser una rata, “un animal chiquito que encontrara / a poco de buscarlo / refugio o nido o madriguera a la vuelta de la esquina / pero sobre todo un animal / con una capacidad de huida inusitada”, porque la ciudad de Mallol es, sobre todas las cosas, un lugar del que se huye (y al que se vuelve).
Y cada vez que se recorre la ciudad, la duración de esos segundos que cambian una vida repiten su para siempre, porque “una cuadra son veinte años” y “una sonrisa / que ya era furtiva” es “sin embargo / duradera”. También es duradero el deseo de huir. Convive con una manifestación de personalidades, e incluso con aquella que desearía mandarlas todas juntas a la mierda, como diría Girondo, poeta de lo urbano que se cuela con sus chicas de Flores y sus mamás. Múltiples son también los vínculos entre las personas, y todas son ciudadelas “inextirpables, propias, verdaderas”.
Entonces la ciudad es un espacio civil, en ella se convive con los otros, pero cada uno de nos-otros resulta una ciudad. Así como la patria se multiplica al punto de expulsarnos y hacernos extranjeros, así el laberinto de nuestras vidas nos expulsa y nos hace sentir huérfanos, a mitad de camino entre la partida y la llegada, el alumbramiento y la muerte, el recuerdo y la conciencia plena. Perdidos ya y mezclados para siempre, la voz pregunta “¿en qué ciudad están / en qué tiempo y en qué dimensión / vivimos o nos dejamos / de a poco / morir?”.
Esa pregunta incontestable, esa conciencia del fin, es la que Una ciudad nos echa en cara de una manera minuciosa y magistral que nos conmueve ineludiblemente: en esa soledad multitudinaria nos espejamos; en esos itinerarios repetidos se trazan las arrugas de la gracia, esos movimientos tan propios como inextirpables donde aparece aquello que compartimos: eso común que nos hace humanos, nuestra capacidad de ser sujetos y elegir nuestros movimientos, que tendrán sus huellas en el cuerpo, en la memoria y en el alma de los que leen.
Anahí Mallol, Una ciudad, 27 Pulqui, 2016, 56 págs.
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