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En la novela de Julián López, la madre es para el protagonista un misterio fascinante, un tejido simbólico a descifrar, una mujer que llora en silencio y en cámara lenta con lágrimas hechas prismas por la luz de la cocina, caireles que brillan de arco iris sobre el fondo de un ambiente oscuro. La voz que narra es la de un niño monstruoso, a veces amanerado, un fanático de los detalles, un esteta, construido por el adulto (sardónico y cruel) que aparece sorpresivamente para dar zarpazos, que se van filtrando en el relato, incontenibles, para desbaratar esa ternura siniestra que frasea barroca en el texto y resignificarla. Ese yo recuerda. Recuerda con minucia, como si lo hiciera con un contador Geiger para medir las radiaciones del universo radioactivo creado por su madre, ese universo que, detrás de los Milkibar, Billiken, Astroboy, Meteoro y Nesquik, es amenazante y promete una tragedia.
En Una muchacha muy bella existen dos amenazas: una, la familiar, en la que nos vamos sumergiendo como lectores, en la que todo el tiempo aparece la idea freudiana de lo siniestro, o sea lo familiar que se vuelve extraño, ominoso; y dos, la política, en los gustos y creencias de la madre (“la Navidad era la mentira más escandalosa de Occidente” ya que “el Niño Jesús era un miserable mentiroso por el que se robaba y se mataba” y “una foto del Che a quien mi madre llamaba ‘mi novio’”), en esas escapadas de la madre en las que el niño se queda solo imaginando y construyendo hipótesis que hacia al final resultan certeras: “Yo sabía. Sabía”. Eso dice el narrador cuando al volver de la escuela descubre que allanaron su casa y se llevaron a su madre. En toda la novela hay pistas que van anunciando ese desenlace. El lector, como el protagonista, puede decir también cuando llega ese momento: Yo sabía. Sabía.
Norman Mailer decía que la tercera persona y la primera persona son tan distintas como los tonos mayores y los tonos menores en música. Cuando un narrador elige la primera persona, toma una decisión clave (es una decisión moral, diría Mailer, que determina, entre otras cosas, la moral del relato). Esta decisión va a definir no sólo el tono de la narración sino también la cercanía que establece con el lector. Ese pacto de lectura –en el que la voz del texto nos habla al oído y nos hace saber que lo que cuenta es de primera mano, porque el que cuenta fue protagonista de los hechos– es fundamental para los capítulos finales, donde el niño ya se hizo adulto y habla con emoción y con bronca desentumecida sobre la historia que nos contó.
Julián López escribió un libro original, contundente, con un lenguaje virtuoso y fluido que pocos libros despliegan con tanta razón de ser. Sí, estoy diciendo que eligió la forma justa para el tema que quería contar: historia de amor entre hijo y madre con terrorismo de Estado.
Julián López, Una muchacha muy bella, Eterna Cadencia, 2013, 160 págs.
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