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¿Cuánto tiempo puede llevar leer una obra reunida escrita durante más de cuarenta años, casi dos mil páginas de poesía, veinte libros? ¿Es posible leerla? ¿Existe un lector capaz de integrar con ojos atentos un impulso grafómano tan intenso, tan constante, tan vital, tan vivo? “(…) la obsesión de escribir, / para que el pudor se transforme en anécdota / y la impotencia gotee en el dolor”: así define Arturo su tarea. Como una autobiografía poética que siempre, cada vez, se centra en la infancia y la adolescencia del poeta, mientras su poesía, su poética, crecen junto con su experiencia: así la defino yo. Y la experiencia es también eso que nos da la lectura, siempre una manera nueva de la memoria, la inconclusión de esos primeros quince o veinte años que se van “empureciendo” con cada frase, cada idea, cada verso inscripto en el tiempo. La poesía de Arturo no se cierra, cada poema permanece abierto en la digresión, en la repetición, en un continuo que permite constantemente los agregados de la memoria, como si hubiera, en alguna parte de lo vivido, una clave por descubrir para después —el después del poema— poder desmentirla. Poemas sin remate, ajenos al efecto, al efectismo, poemas que, de algún modo, se asemejan siempre al mismo poema, que puede ser cualquiera y cada uno de todos esos libros. Con la repetición, la poesía de Arturo crece, compuesta desde esa zona intersticial del sonámbulo-vigía que, apoyado en una fenomenal capacidad de asociación —de sociedad de las palabras, de inesperada amistad—, de curiosidad, de casual causalidad, no quiere dejar momento suelto, sin consignar. Arturo-abuelo, por ejemplo, en sus dos últimos libros —como antes buscó a Arturo-padre encarnado en su padre, el anterior Arturo—, nos trae con inusual fuerza la figura de Arturo-nieto, la manera de ser abuelo de su propio abuelo. La vida se sigue viviendo, otra vez la partera canta, Arturo tiene dos nietas. Y allí escribe este poema, en mi opinión extraordinario, con todos los rasgos típicos de su poesía y algunos atípicos, como la condensación (nunca dejará de sorprendernos): “Se hacen dormir entre ellas: Chiquita, Olivia, / primero como avecitas, una conversa y la otra deshila / lo conversado (dice lo que no sabemos del / descarte exigido del sueño indestructible). Después /si la abuela da palmadas en la espalda de la / niña (mano grande en esa espalda de muñeca), / la otra también da palmadas con su mano tan pequeña. / Y viene ahora la canción que entonan ambas a su modo / (calandrias que sólo traducen las / series inmemoriales de sonidos perdidos, ¿en cuál / cadencia del destino?). // Hasta que cae una dormida como pajarito y la otra / entrecierra los ojos como un gato. / Pajarita y gata sin ley de enemistad de ninguna selva / más que de la deliciosa ley oscura de la siesta”.
Y ahora respondo a una de las preguntas con que empecé: si es posible leer la obra de Arturo (aunque sea oblicuamente, a grandes saltos, eligiendo por gusto entre material tan rico), es porque también es posible aprender de ella. Cuanto más precisa y completa la lectura, tanto mayor el aprendizaje. La recomiendo especialmente para los jóvenes, que por suerte son nuevos (no los que fueron poetas jóvenes durante los últimos treinta años). Son ellos los que no tienen opinión preconcebida sobre la obra de Arturo, los que todavía pueden descubrirla, disfrutarla y enriquecerse. Y pueden aprender, también, como dice Olvido García Valdés en el epílogo de Vigilámbulo, que “sólo como fenómeno estético se justifican la existencia y el mundo”. Para mayor fortuna, no olvidar el jugoso y genial texto de Sergio Chejfec, que más que un prólogo es, sin dudas, un retrato, sutil, penetrante, detallista, del poeta. Todo para confirmar, poetas amigos, poetas en ciernes, poetas a secas, que si la obra de Arturo Carrera no existiera, la poesía argentina se empobrecería mucho más.
Arturo Carrera, Vigilámbulo. Poesía reunida, 3 volúmenes, Adriana Hidalgo, 2014, 1958 págs.
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