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La sintaxis tiene todo que ver con la cadencia del sentido, con su demora, lo que supone algo muy distinto a decirlo: mediante la disposición de unos espacios por ser ocupados, el sentido se propicia pero sin nunca permitir que advenga. La sintaxis es el sistema de canales que construye un escritor para desviar mejor el sentido hacia adelante: “más adelante, dice cada frase, más adelante está el sentido”, hasta dejarlo colgado del punto final.
Esta pelea de un escritor contra el advenimiento del sentido tiene una de tantas expresiones en la siguiente enseñanza de Jonathan Franzen: no saltearse los lugares del texto donde el escritor fuera capaz todavía de poner en juego algo de su capacidad de observación, lo que exige a la vez un uso sabio del formato elegido, de la manera de abordarlo. Es que, del horizonte del escritor, no se ha movido la aspiración última: acceder a la forma total, la que integraría, en su expansión, otras formas vecinas sin perder su eficacia, su poder de comunicación.
Esta aspiración puede apreciarse mejor en términos de búsqueda, es decir, de errancia: en la próxima forma, como en la próxima frase, el escritor cifra la promesa de integrar la forma anterior y de llevarla hacia adelante. La búsqueda de Alberto Giordano demuestra esta incomodidad frente al sentido o, en todo caso, frente a la forma. Las posibilidades del ensayo crítico que Giordano cultivara desde un comienzo, en Modos del ensayo (2005), y que avanzarían luego sobre el diario íntimo y los diaristas en libros como Vida y obra (2009) y La contraseña de los solitarios (2013), con el tiempo tocarían un límite: la insuficiencia para dar cuenta del propio cuerpo y sus afectos. Se diría que el ensayo crítico, con su argumentación progresiva y articulada, y con la necesidad, en contextos universitarios, de llevar cada tramo de la especulación a un desculado aseverativo, a una conclusión, había agotado ya sus posibilidades frente a las ocurrencias de un cuerpo. En este punto, Giordano daría el salto hacia sus Diarios, cuyas entradas aparecieron en Facebook desde 2015 y que se publicaron en tres tomos: El tiempo de la convalecencia (2017), El tiempo de la improvisación (2019) y el reciente Tiempo de más (2020). El diario parece el desenlace lógico de toda una trayectoria intelectual y de una experiencia de vida, desde que cada instancia de formación parece llevarlo hasta ahí, pero también porque a la ocurrencia le cabe como ninguna otra la forma de la notación incidental, propia del diario íntimo.
En Volver donde nunca estuve, libro que desagrega, de los tres tomos de sus Diarios, las entradas relativas al padre, la ocurrencia, que en otras partes se disfraza de chiste o de epigrama o de pequeño ensayo, toma aquí la forma del recuerdo enmarcado: la del episodio actual que despierta un recuerdo del padre y que con ello densifica el presente (y cuya fórmula es la de la elegía: hoy-ayer-hoy). Y por formularia que pareciera, su insistencia nos permite ingresar a lo que no tiene otra manera de pensarse que su repetición: el padre y la música; el padre y el amor; el padre y la ciudad; el padre y el sueño; el padre y todo lo demás.
Quizá la cuestión que atraviesa los Diarios y que se pone de manifiesto en Volver donde nunca estuve es si existe alguna posibilidad de ir más allá del padre, y que es la pregunta que aturde al obsesivo, que lo persigue: mi padre es mi sombra o yo soy la suya, pero ¿hay forma de evitar su retorno? Así, frente a la imposibilidad de acceder a él mediante otra forma que la del rebote (porque cuando se trata del padre es imposible hacerlo, porque aún muerto es impredecible), el sentido, su imposibilidad, queda a salvo.
Alberto Giordano, Volver donde nunca estuve. Algo sobre mi padre, Bulk Editores, 2020, 146 págs.
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