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“Pobre hombre”, dice con piadoso rencor doña Emma: acaba de saber que su esposo Héctor, a quien no ha visto en cerca de medio siglo, está internado en el mismo hospital donde ella, anciana, lucha contra un enfisema. Es el año 2004, en Ciudad de México. La frase está en las primeras páginas de Adiós a los padres, libro que su autor, el mexicano Héctor Aguilar Camín, considera una “novela sin ficción”. Y es que Emma y Héctor —que abandonara a su mujer y sus hijos en 1959— son la madre y el padre del escritor.
Emma nació en Cuba, en 1920. El marido tránsfuga, en 1917, en la península mexicana de Yucatán. La foto de la portada los muestra en su viaje de bodas, iluminados por la omnipotencia del futuro. Pasarán demasiadas cosas antes de que, seis décadas más tarde, la decrepitud y la enfermedad los reúnan casualmente —o casi casualmente— en ese hospital. Cosas buenas y malas. O terribles, como el ciclón Janet, que en 1955 arrasa el pueblo de Chetumal —frontera con Belice y Guatemala—, donde habían levantado su hogar de recién casados junto con sus respectivas familias. Ese huracán evoca —o tal vez desencadena— fuerzas destructivas que harán de Héctor un personaje trágico: rivalidades fraternas, celos, emprendimientos madereros desbaratados y traiciones insólitas.
Hasta que, una mañana de 1959 (la pareja ya residía en la capital con sus cinco hijos), el padre del autor los abandona. ¿Por qué? El autor, de trece años, no lo supo. Y no lo sabe aún al recibir, cuatro décadas más tarde, una sorpresiva llamada: es Héctor, viejo y muy pobre, extraño ya a los recuerdos del hijo. Pero, de algún modo, todo recomienza: es la oportunidad para el escritor de conocer las caras veladas de un pasado que va más allá de su nacimiento.
Aguilar Camín (autor de La guerra de Galio y Las mujeres de Adriano) revive a sus padres —hoy muertos— en una memoria común: la del relato que los explica —o eso intenta— recorriendo el laberinto de sus existencias, unidas y luego separadas, desviadas ambas del escenario fundacional de aquel pueblo fronterizo donde se conocieron, bailaron y se casaron (y donde nació, en 1946, el autor).
El libro es esa doble biografía y, además, la esforzada saga de dos familias por tres generaciones. También, una manera de saldar cuentas con ese padre ausente que por muchos años fue un fantasma inexplicado. Héctor se perfila aquí como un héroe risueño y patético, un emprendedor del fracaso, un hombre que —dice Emma— “nació para dejarse robar”: un prisionero mental de su propio padre, el abuelo José Guadalupe Aguilar, que lo arruinará sin asco para salvarse él.
Se lea o no como novela, Adiós a los padres da otra vuelta original al género biográfico, relativizando una vez más los límites entre realidad y ficción en el arte narrativo. Es también una crónica de las pérdidas que ocurren en el curso de la vida. Todo esto lo narra Aguilar Camín con su pericia, gracia y fluidez habituales (excepto, quizás, en los luctuosos capítulos finales, de obsesivo detalle) y permitiéndose más de una frase memorable como aforismo.
“La alta vejez es una enfermedad aparte”, dirá mientras asiste a los últimos días de su padre: “Drena el cuerpo, destruye las facciones, come los huesos, vacía el alma”. Hay en esa constatación una rabia camuflada por lo inevitable. Porque ese es el secreto que los viejos, avergonzados por su obviedad, siempre esconden a los jóvenes: “La vida es para morir”.
Héctor Aguilar Camín, Adiós a los padres, Random House Mondadori, 2015, 344 págs.
[Este texto se publicó también en Las últimas noticias, de Santiago de Chile. Vicente Montañés es el seudónimo del escritor Marcelo Maturana.]
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