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Antes de despachar la novela finalista del Premio Planeta como secuela de ese paraíso perdido que era Ordesa (Alfaguara, 2018), o aun de rebajarla al cálculo estratégico de una editorial comercial para alargar un éxito inesperado, deberíamos intentar juzgar qué aporta de nuevo frente a la precedente y con respecto a la obra anterior de Manuel Vilas. Y es haciendo este ejercicio como colegimos que estas memorias suyas no sólo son perfectamente coherentes con su poética pasada, sino que llevan la originalidad estilística del autor a un estadio de madurez en que se logra armonizar lo que antes podía haber pasado por capricho o extravagancia. Este nuevo libro está estructurado como el diario escrito durante la promoción de su novela anterior, un formato pautado que en principio no requiere de mayor originalidad (sería absurdo demandar a Knausgård un cambio de registro en cada volumen de Mi lucha o pedirle innovaciones formales en cada entrada al dietario de Kafka). Aquí el autor va rememorando a sus seres queridos en hoteles de lugares lejanos, “de ciudad en ciudad, de país en país, para no recordarme a mí mismo”, porque, como en Kafka, “los fantasmas se pierden en las ciudades de los vivos”: no es casual que su fiel perro se llame Brod, como el albacea del escritor de Praga, porque ese es uno de los espejos literarios donde se mira. Hemos visto cómo se va forjando un escritor en los diarios de Trapiello, en los de Renzi/Piglia o en las entregas a calzón quitado de Ignacio Carrión, tan cercanas a las confesiones de Vilas en Ordesa: aquí, sin embargo, cuentan menos las jornadas que pasan —“siempre pensando en otra cosa distinta de la que tienes delante”— como los recuerdos que convocan —el pasado es “un acto de belleza” e, igual que en Proust, también es religión— o incluso la fantasía o la ensoñación que invocan, lo que hermana sus crónicas con las del Libro del desasosiego de Soares/Pessoa, tan presente en muchas reflexiones: “y sin embargo, esta mañana en Zúrich es real”.
Pero si algo es común en toda la obra de Vilas es España como territorio místico y poético, como patria romántica de los escritores, esa España de Lorca y de Machado que es —como la América de Whitman y Neruda, el Portugal de Pessoa o la pell de brau ibérica de Espriu— una encarnación de la humanidad: su nacionalismo es profundamente naif, democrático, popular (o debiéramos decir pop), entronca con el de Juan de Mairena y La Barraca, y se identifica con toda una generación pobre y triste que sale de una dictadura y se reconoce en la ilusión juvenil de Felipe González, primer presidente socialista. Además, su estadía en Estados Unidos (véase América, Círculo de Tiza, 2017) le permite acercarse a ese panteísmo de Whitman igual que al Lorca de Poeta en Nueva York: “En Estados Unidos fui nadie. Un ser anónimo. Un pájaro en el cielo” […]. Todo era gigantesco. Y eso me infundía felicidad”. Si Federico fue “la alegría más revolucionaria que pisó España”, aquí no puede haber mayor adecuación con su poética pasada, con la voz lírica de su heterónimo Gran Vilas (Visor, 2012); si en España (DVD, 2008) y Aire nuestro (Alfaguara, 2009) citaba a Elvis Presley o a Johnny Cash, ahora puede visitar sus tumbas americanas como lo hace con la de Machado; si entonces introducirlos en un contexto castellano colocándolos al mismo nivel de sus poetas españoles predilectos provocaba un extrañamiento cómico, ahora esos homenajes se han integrado en su estilo de un modo fluido y natural. El Vilas que en Listen to me (La Bella Varsovia, 2013) hablaba con Dios como Santa Teresa pasó a dirigirse desde Ordesa a sus padres, que, inmortales, ocuparon su lugar en sus plegarias (Los inmortales, Alfaguara, 2012); en la nueva obra ese diálogo y esa herencia pasan de padres a hijos, siguiendo al José Hierro que llegó por el dolor a la alegría, desde un yo vaciado, o lleno “de ausencia y melancolía”; lo que allí eran las elegías de Manrique, Quevedo o el Umbral de Mortal y rosa ahora se ha convertido en un luminoso regalo (El luminoso regalo, Alfaguara, 2013). Ya en Ordesa, renombró a su familia con el nombre de los grandes músicos cultos, y ahora es Schönberg y no Lou Reed (Lou Reed era español, Malpaso, 2016) el que resuena en los oídos de Vilas, en su cabeza. Quizá porque en esa transición ya puede decir lo que Samuel Butler: “Yo también soy los clásicos”.
Manuel Vilas, Alegría, Planeta, 2019, 360 págs.
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