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Leí Barcelona. El libro de los pasajes dos veces. Una vez en Nueva York, en mi estudio, recordando lo mejor que podía la ciudad que describe. La segunda vez fue en Barcelona, de regreso de un partido en el Camp Nou, de ver al equipo de la casa en la platea, entre visitantes alemanes y noruegos, mientras la hinchada clamaba por la libertad de Cataluña. La intensidad de la lectura, comprenderán, fue diferente. Tal vez por eso este libro que me había parecido antes fantástico ahora me resultó, además, urgente: en su elogio de una Barcelona minuciosamente magmática, hecha de napas sobre napas, que se dividen y encadenan hasta que la napa más profunda se pierde en las corrientes subterráneas, como el orden municipal se pierde en los pasajes, que no son en este libro exactamente los que organizaban el proyecto de Walter Benjamin que el título cita. Los pasajes de Barcelona… no son (no siempre: a veces sí) las galerías techadas de Benjamin, sino lo que reconocemos de esa manera en Argentina: calles que no son del todo calles, sendas que no son del todo sendas, lonjas de espacio que a veces parece que hubieran quedado donde quedaron un poco por descuido, por distracción, por un lapsus de cálculo de los urbanistas. Cada uno de ellos es un individuo sin especie. De ahí tal vez provenga su misterio, la sensación de que esas anomalías usualmente breves deben alojar maravillas o monstruos. De ahí que las guías y los catálogos los ignoren o supriman.
El libro de Carrión construye una contraimagen de la ciudad que ignora la polaridad, familiar a los turistas, del Barrio Gótico y el Eixample, la ciudad antigua y la moderna, y se organiza por el recorrido de esas zonas que “son grietas en el modelo Barcelona, son ranuras que —unidas— configuran otro mapa de la ciudad, un mapa que se extiende hasta los confines que nadie incluye y en el tiempo hasta los orígenes que nadie evoca”. Grietas, en estricto sentido: es que “cuando estás en un pasaje no estás ni en un camino ni en una calle, la ciudad todavía no ha evolucionado definitivamente, el tiempo es antiguo, en pausa, levemente ritual”. Este fragmento que consigna la experiencia del autor como practicante del “pasajismo o pasajerismo” (los nombres que le da a la disciplina que postula) es una excelente descripción de la experiencia de este lector al recorrer su libro. Son doscientas veintiséis secciones en dos series. Las secciones pares son citas. ¿Y las impares? Historias, reflexiones, divagaciones, entrevistas. Intermezzi, como los que Roland Barthes adoraba en Robert Schumann. El intermezzo, decía, “no tiene como función distraer, sino desplazar”. Un encadenamiento de desplazamientos es la colección de piezas que Schumann llamó Kreisleriana, donde, Barthes agregaba, “no escucho ninguna nota, ningún tema, ningún diseño, ninguna gramática, ningún sentido, nada que pudiera reconstruir ninguna estructura inteligible de la obra”. Y esto mismo es lo que a mí, del libro de Carrión, me encanta: la impresión de un discurso que, rehusando a fijarse en una estrategia o un estilo, se evade y desentiende de saber qué cosa es, qué identidad podrán atribuirle, porque sospecha que solamente así tiene una chance de serle fiel a su brumoso objeto.
Jorge Carrión, Barcelona. El libro de los pasajes, Galaxia Gutenberg, 2017, 344 págs.
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