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Sara Mesa se interna de nuevo en los huecos incómodos de la sociedad. Ya en Cicatriz (2015) exploró las fallas de las relaciones sentimentales, su reverso de dominación, de culpa, de normalidad, y luego, en Mala letra (2016), reunió a una serie de personajes desacomodados que pugnan por desprenderse de las cargas impuestas por los demás. Pero si bien el cuestionamiento de las inercias de pensamiento, o, mejor dicho, de las coordenadas sociales dominantes y dominadoras, estaba ya en sus dos obras anteriores, aquí, en Cara de pan, pasa a un primer plano, bajo la forma de dos personajes que se acercan y que ensayan su identidad sin el peso de los prejuicios, sin un significado que los anteceda; dos personajes que pueden probar a ser otras personas o, al menos, no ser un caso diagnosticado más.
Un día, de camino a la escuela, Casi se da la vuelta, llega a un parque, se oculta tras unos setos y se sienta, apoyada en el tronco de un árbol. La novela arranca en un momento posterior, cuando un hombre, el Viejo, la encuentra allí, pero no le formula las preguntas esperables. La novela entonces avanza en la medida en que estos dos personajes se acercan, conversan, se escuchan al margen de lo que son para la sociedad. Para los demás, el Viejo es un loco que sólo se ocupa de observar pájaros y de escuchar a Nina Simone, y ella, una adolescente “rarita” con cara de pan, acné, un ligero sobrepeso y que aún no ha besado a ningún chico, a diferencia de algunas de sus compañeras de escuela que la humillan y desprecian. El primer aspecto que marca ya el desprendimiento de la identidad que los otros les han construido es el cambio de nombre; ella cuando está al margen se llama Casi, porque tiene casi catorce años, y él, Viejo, porque para la juventud de ella, cualquier edad por delante de la suya pertenece a la indeterminada vejez. Cada personaje proyecta una institución, la escuela por un lado y el manicomio por el otro, igual de opresoras en la medida en que constriñen la identidad. Frente a estos lugares, el parque funciona a modo de contrapunto, como un espacio de resistencia y de fuga de esa realidad. Otra de las cárceles de las que tratan de escapar los personajes es la del lenguaje: Casi, en un momento culminante de la novela, refiere una visita con la orientadora del colegio y el peso recae en las fórmulas lingüísticas que neutralizan: “Le había dado cita en el despacho para hablar de sus problemas de integración —Casi nunca los hubiese llamado así, como problemas de integración, pero tuvo que salir un momento para hacer una llamada telefónica privada —llamada telefónica privada, dijo: la orientadora hablaba así todo el tiempo”. La identidad se juega en el lenguaje, por eso la insistencia en las obras de Sara Mesa por internarse en sus sombras, por detectar la lengua oficial, explicitarla y tratar de sacar a los personajes de ella.
La novela puede leerse como un intento de comprensión del otro apartando esas categorías sociales que neutralizan y olvidan, aunque no dejen de acechar tras los setos, como insiste la voz narradora. De la misma manera, implícitamente, demanda el mismo ejercicio de desprendimiento por parte del lector; es decir, que el lector no resbale por el texto con el pulgar aprobatorio o condenatorio preparado. Sara Mesa, en Cara de pan, como en sus obras anteriores, encara los tabúes, y en este sentido estamos ante un libro que nos saca de nuestros márgenes acostumbrados e invita a cuestionarse la facilidad con que encarcelamos y nos encarcelamos.
Sara Mesa, Cara de pan, Anagrama, 2018, 144 págs.
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