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Si hubiera que buscar una forma detallada de describir la topografía que despliega la escritura en Derrotero, el libro de Antonio Sánchez Gómez, habría que recurrir al retrato de un archipiélago enclavado en el movimiento continuo del agua: porciones de tierra dispersa, segmentos de territorio que emergen entre la materia líquida o a medio descubrir, regiones anegadas, fragmentos continentales, puñados de islas más o menos irregulares. La notable complejidad de este texto debe rastrearse, primero, en el hilado de una travesía que transpone, por vía fluvial, los límites de tres países (Ecuador, Colombia y Perú), y luego en la variedad, en la yuxtaposición y la superposición de los hechos que narra. Escritura fronteriza también en su construcción formal —crónica, ficción, diario de viaje—, parece ubicarse en la reverberación de relatos que también indagaron la fuerza performática de la frontera como Borderlands. La frontera (1987), de Gloria Anzaldúa. El relato que propone este libro es, desde un comienzo, el itinerario de su protagonista, Héctor, activista medioambiental, cuando se une a Oriana Zárate, bióloga proveniente de Vallegrande, Bolivia, a Lucindo, “Cafán y guardia indígena en el Putumayo”, y a Bruno, otro ambientalista proveniente de Brasil. Todos convergen en un viaje que se abre camino por la región amazónica, donde no escasean relatos del derrame de sangre de agricultores, indígenas o líderes medioambientales que oportunamente se opusieron a proyectos que destrozarían el territorio y saquearían los recursos naturales.
Viaje al corazón de las tinieblas —o, mejor dicho, al corazón del extractivismo contemporáneo en territorio latinoamericano—, tejido de voces que testifican los efectos voraces y descarnados de la especulación sobre los recursos naturales, Derrotero está narrado a partir de entradas fechadas y se inicia en Sucumbíos, Quito. Bosqueja un mapa errático —mientras el grupo de los cuatro realiza diversos sabotajes— sobre el que es posible colocar nuevos mapas urgentes, cartografías asociadas, en gran medida, a la explotación de la tierra y los recursos naturales, el movimiento forzoso y la diáspora. A su paso, las comidas, incluso, se muestran intoxicadas por gases quemados en los pozos petroleros o debido a la fumigación de glifosato desde el cielo. En medio de todo esto, la naturaleza salvaje surge como escenario que apunta a devorarlo todo, aunque su existencia es susceptible de sucumbir a los pies de la voracidad del capital. El texto hilvana, a su vez, diversos testimonios, compone un murmullo de voces que gravitan por el territorio y hablan desde una posición que manifiesta, a veces, la marca de la explotación laboral o la especulación financiera, la herida neocolonial de los efectos de las multinacionales o el tormento de la diáspora: “Habían traído gente de la sierra para poblar la zona tras la guerra con el Perú y formar las fronteras vivas”; “militarizaron la zona para reprimir las revueltas”; “mi familia cultivaba café. Aquí transportábamos el grano. Hasta que nos dijeron que las tierras no eran nuestras, que no teníamos título, y las llenaron de palma africana”.
Texto anfibio, confeccionado a la medida del territorio que navega, híbrido entre ficción y no ficción, Derrotero atestigua de una forma soberbia una actualidad minada de fuerzas peligrosas y exterminadoras, escenario epocal que algunos teóricos han llamado antropoceno. Este libro urgente, sin dudas, parece agitar el clamor de inventar modos de narrar o inventar una salida, al menos provisoria, a la destrucción total del mundo en que vivimos.
Antonio Sánchez Gómez, Derrotero, Sigilo, 2022, 224 págs.
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