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La tercera novela del carioca João Paulo Cuenca (Rio de Janeiro, 1978) podría ubicarse sin sobresaltos en los estantes de nuestra biblioteca reservados a esa tradición impar de la literatura del siglo XX esquiva a las clasificaciones estrechas, y que detenta cultores notables y en otro aspecto tan disímiles como Macedonio, Pessoa, Beckett, Auster o Vila-Matas; una tradición cuyo epicentro es el desapego. La anécdota de Descubrí que estaba muerto, como corresponde, es mínima. Una denuncia policial, consecuencia del altercado con sus vecinos, provoca que Cuenca acuda a la comisaría y, una vez allí, descubra que estaba muerto. Parece que alguien, sin causas aparentes, usurpó su nombre para morir o un tercero se lo endosó para enterrarlo. Ni el cuerpo ni la voz son pruebas de existencia frente al molde de la letra: por muy vivo que se muestre, para la burocracia está muerto. Esto que en cualquier otro provocaría pesar o desasosiego dispara en Cuenca la disolución de sí mismo en el marco de una investigación intermitente. No es un quiebre rotundo en la personalidad de este escritor que siempre coqueteó con la invisibilidad y la disipación: “Si en mis planes de fuga y destierro yo siempre había querido ser otro en otro lugar, ahora había conquistado una prueba material de aquella enajenación: un cadáver con mi nombre”.
A esta altura los estantes de la biblioteca comienzan a tambalearse. Cuando esperábamos una deriva reposada, un desflecarse en el silencio, nos vemos envueltos en una diatriba sobre los vínculos del Estado con el capital financiero y el narcotráfico, la anuencia de intelectuales que se regodean en un “circo portátil de hedonismo y borrachera”, la indiscriminada especulación inmobiliaria, la represión y el relegamiento de sectores vulnerables; en definitiva: la barbarie del Río de Janeiro preolímpico. Una de las claves de la novela, mencionada al pasar, es la comparación que establece el narrador entre el sol de Río y una instalación de arte contemporáneo. En la obra Re/Trato (2003), del artista colombiano Oscar Muñoz, una mano intenta dibujar un rostro, pero el medio (pincel al agua) y el soporte (losa iluminada) impiden definir los rasgos, lo que obliga a reanudar continuamente la tarea. No hay forma de aprehender el trazo de una ciudad que muta raudamente. También Cuenca va mutando: del retraimiento al mutismo, del “tartamudeo existencial” a una “existencia holográfica”. Pero el desapego no va en sintonía con la búsqueda de aplomo (aunque no se ahorren momentos de claridad); se trata, en todo caso, de una autofiguración interpretativa cercana a la performance: la exposición del autor como obra. Este pasaje entre formatos se complementa con la realización de A morte de J.P. Cuenca (2016), película escrita, dirigida y protagonizada por el propio Cuenca, que explota la anécdota inicial de la novela para propagar sus sentidos.
“Ni buscar, ni encontrar: sólo perder”, dice un verso de Carlito Azebedo. Se pierden la unidad, la continuidad del testimonio, y la impostura explicativa, en lugar de reponer la pérdida, la horada aún más. Todo eso deja un resabio amargo de invectiva estéril. En el camino, Cuenca perdió no pocas cosas, pero encontró al menos una: la forma que puede adoptar la novela contemporánea, la de un artefacto poroso.
J.P. Cuenca, Descubrí que estaba muerto, traducción de Martín Caamaño, Tusquets, 2017, 208 págs.
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