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En Desierto sonoro, la última obra de Valeria Luiselli (su tercera novela y su quinta obra, escrita originalmente en inglés bajo el título Lost Children Archive), nos encontramos con trazas de sus anteriores libros de no ficción: con la voluntad topográfica y de mexicanidad de Papeles falsos (2010), más la urgencia política de Los niños perdidos (2016). De su obra de ficción rescata la autora para este nuevo proyecto el fragmentarismo y la levedad fantasmal de Los ingrávidos (2011) y el ímpetu archivístico y de documentación de La historia de mis dientes (2013).
Sin embargo, y a diferencia de sus anteriores títulos, Desierto sonoro podría considerarse como novela estadounidense que, aun siendo destilación refinada de lo mejor de todo su trabajo previo (publicado en su totalidad en Sexto Piso), se inserta en la tradición fundacional del Steinbeck de A un dios desconocido (1933), pero también en la del viaje como forma de (auto)conocimiento del Kerouac de En el camino (1957).
Cuatro voces guían la narración, una narrativa de viajes sin GPS (como los cuatro Cantos finales incompletos de Ezra Pound —y la analogía no es baladí—): la voz de la madre, la del hijo, la voz silente (representada por sus ecos) de los niños perdidos a los que hace referencia el título del libro (los migrantes mexicanos) y la voz en bucle del David Bowie de “Ground Control…”.
Estructuralmente el libro abre con un preludio que sirve como espacio de transición y enseguida se deriva hacia sus siete capítulos (que se equiparan con las siete cajas de madera con las que la familia emprende viaje; cinco de ellas llenas —como las cinco secciones de La tierra baldía de Eliot— y dos vacías, que se encarga de rellenar la propia novela con el propio decurso de la acción).
Desierto sonoro es, así, el viaje melancólico hacia la nada, desde Nueva York y hasta la frontera mexicana, de una típica familia posmoderna (un padre y una madre con hijos de matrimonios previos que crean una nueva estructura familiar), su desmembramiento e imposibilidad (más que como efímera performance) en busca de las huellas de Gerónimo y los últimos apaches y de los ecos de los niños perdidos (los migrantes mexicanos). Un recorrido sonoro, emocional y ético hacia el origen de todo (donde todo nace, pero nada hay: en el vacío hermoso y mortal del desierto fronterizo).
A ello se le ha de sumar el carácter trágico, de imposible poema épico basado en lo ineludible de un destino que ahora lo marcan diferentes estilos de vida, las formas en las que el capitalismo actual se alía con la entropía pueril y simplista que gobierna el mundo.
De ahí que la única forma cabal de deshacer el entuerto que encuentre razonable la autora sea a través de las voces inocentes y mágicas de unos niños (los propios hijos de los protagonistas) que imaginan, sueñan y escriben soluciones especulativas: sinceras. Solución que, además, encuentran en otra novela —ficticia— que se halla dentro de la novela de Luiselli, mezcla de Schwob y Golding, un texto fantasioso y alegórico llamado Elegías de los niños perdidos.
Como si nos dijera Luiselli que la única oportunidad que tiene la literatura hoy para salvarse es (volver a) mirarse a sí misma, rescatando la poesía, la fábula, el mythos. Y no dejándose dominar por la furia política, el adanismo o la autoficción.
Valeria Luiselli, Desierto sonoro, traducción de Daniel Saldaña y Valeria Luiselli, Sexto Piso, 2019, 464 págs.; Sigilo, 2019, 480 págs.
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